miércoles, 14 de marzo de 2012

El que se fue a Melilla perdió su silla



Sólo un filósofo o un poeta chiflado podría decir aquello de que la muerte es la fuente del propio conocimiento. No fue Whitman ni Schopenhauer quienes me dijeron que si quería llegar hasta donde me encontraba tendría que recorrer una larga travesía. Fue mi vecino, un vendedor de ollas y cacerolas, un cacharrero anónimo que de mercado en mercado se gana la vida, el que me dijo: amigo, si de verdad quieres hacerte una idea de quien eres, vete de ti, aléjate de tus emociones y sentimientos, apreciaciones, estereotipos y prejuicios, y sabrás quien es el que mira tras esos ojos de culo de vaso.

Y hoy es la ocasión. Abro las puertas de las bodegas de mi casa, de los sótanos de mi interior más soterrado, y sin salir saliendo salgo de mi mismo y me sitúo a unos cinco metros de donde antes estaba estando. ¿Y qué diréis que he visto viéndome a mi mismo reflejado en los cristales del aparador del salón? ¿Mi propio cuerpo? ¡Nada de eso! No soy yo el yo que veo. Es un extraño con mi cara, la misma verruga en la jeta derecha. El labio superior abultado debido al puente de la dentadura, sí, es el mío; yo soy el dueño de las cejas deshilachadas que cual cepillo de dientes desgastado pueblan el arco de mi confundida mirada. De las arrugas verticales de la frente, que obtusas se dirigen hacia la nariz, yo soy el portador que avergonzado blande las diminutas venas moradas repartidas por el lomo enhiesto de mi apéndice nasal. El amo y señor de mis orejas peludas, es este servidor. Pero sigo sin reconocerme en mi rostro, de mí separado, en el espejo.

Tímido el sol hoy se adentra por la mañana de un día de marzo en el que sus oblicuos rayos llegan hasta las umbrías mas escondidas de la casa. El haz encendido que se cuela por las rendijas de la persiana transfieren, proyectan mi imagen sobre el cristal del armario. Detengo un buen rato mi vista hasta verme perdido fuera de mí, entre un fondo de tazas y copas, un juego de té y un jarrón de porcelana. La sensación de ubicuidad clonada me produce una ambigua sensación de estupefacción, celos y envidia. Y viéndome desdoblado de manera tan ladina entre tanta vajilla y cacharro, me siento incómodo. Me levanto del sillón donde vine a sentarme tras haber huido de mi mismo. Y me dirijo raudo allí donde minutos antes me veía dibujado sobre el cristal del aparador.

Quiero de nuevo poseerme, adentrarme en mi propio yo indivisible; ¿Y sabéis lo que me ha dicho el sabueso de mi susodicho yo afincado en el cuadrado de un simple cristal de armario? ¡El que se fue a Melilla perdió su silla!

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