martes, 12 de junio de 2012

Por si un caso



Después de ordeñar la vaca me arreo un buen almuerzo. Las faenas de la granja requieren llenar el buche. En esas estoy sentado a la sombra de la parra. Corto un cacho de tocino sobre una buena rebanada de pan. Me acompaña el porrón de vino y un plato de tápenas con unos cortes de cebolla cruda.

De pronto una señora de llamativo porte se me aparece envuelta en una nube de plata como si la leche de la vaca se me hubiese subido a la cabeza y chorreara derramada por la ventana de mis ojos apabullados.

Desde muy pequeño, antes de partear mi primera novilla, antes incluso de que me afeitara el bozo, ya era yo amable con las mujeres. Bastaba con que una hembra se pusiera delante de mis reales, para que este gañán que a trompicones parlotea, se volviera bien hablado y confiado, tierno como manteca de cerdo. Pero me da la espina que no es aceite virgen lo que esta mujer hoy quiere babear sobre mis entendederas atrancadas.

No te espantes, buen hombre, -me dice la dama blanca, al ver que mis ojos tiemblan al resplandor de una guadaña que blande en su mano alzada- no vengo a segarte la vida; ten por seguro que cuando lo haga no seré tan remirada. Sólo una pregunta, cabrero, quisiera, hacerte ahora.

Pues a mandar, señora -le digo- que aquí estoy para lo que se tercie. Que aunque la mismísima muerte fueras, no me asusto yo de espectros, si éstos a mi casa vienen con buenos modales, y el soplo no me arrebatan.

Soy de los que opinan que para palmarla, mejor hacerlo a gusto. Y ahora que me solazo como gato panza arriba sobre esta tierra caliente y fresca, no sería un mal momento. No me importaría morir entre los almohadones de esta tibieza, de este verde, de este libertino instante que tan gratamente, cual Bacantes embriagadas, me acaricia hasta los codos esta mañana. Lo jodido es morir rabiando, como lo hizo ayer mi ternera con esos dolores de sobreparto y sangre que le mataron el alma.

Mis pensamientos refociladores de repente son interrumpidos por la gaseosa visitante inoportuna. ¡Basta!, –me dice cortante la muerte vestida de novia- todos los mortales dejáis escapar la felicidad y la pena por vuestra boca de paja. Estoy aquí sólo para que me respondas en qué ocuparías tu tiempo, si yo te concediera antes de morir una prórroga de un día.

Difícil me lo ponéis mi buena y sutil señora – le contesto a la dama blanca. Si esta misma requisitoria me la hubieseis hecho ayer, cuando la fe aún alumbraba mis pasos ciegos, no hubiera dudado en responderos que me dirigiría a toda priesa a la iglesia a reconciliarme con Dios, y que en silenciosa oración esperaría, casi con regocijo, mi entrada en el paraíso. Pero en estos tiempos de apostasía, mi doña, me pone usted en duro aprieto. El único cielo que ansío es la dulce leche de estas inocentes terneras mías.

¡Ay si yo fuese carismático! terminaría como si nada de sembrar las cinco fanegas de grano para mis pobres rumiantes ávidas. Pero como soy simple pastor de reses que apenas recuerda el padrenuestro, no espere de mí -le digo yo a la estantigua- quehaceres trascendentales.

¡Ay si yo fuese profeta! me pondría de rodillas diciéndole a esta tierra mía “deja que tu siervo se vaya en paz porque ya sus ojos han visto tu copiosa cosecha”. Pero no. Soy un pobre mortal y mis ojos no van más allá de lo que huelen mis enlodadas narices. Así que no espere, mi buena muerte, respuesta más aromática.

¡Ay si yo creyese en la ciencia criónica! presto llamaría a “Congeladores del Polo” para que me acondicionaran una cámara frigomortuoria. Por eso ante su pregunta lo único que se me ocurre es buscarme un buen abogado y denunciarle, mi muerte, por crimen de humanidad. Nadie ni la santa compaña tienen jurisdicción para arrancarle la vida a un hombre, aunque éste sea un simple cabrero. La muerte es el gran delito, el gran pecado del mundo, la mayor injusticia de la historia, y por tanto condenada deberías, mi señora, a cadena perpetua y máxima.

Y aún así, si acabada esta tregua de 24 horas que me otorgas, mi estólida parca, no consiguiera poner mis huesos en la galera, entonces me bañaría en agua caliente, perfumaría mi cuerpo con sales efervescentes, y me cortaría... las uñas de los pies. Es una de mis manías. Cuando me voy de viaje, me enjabono de pies a cabeza, por si un caso.

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