martes, 16 de octubre de 2012

Señoría


De niño quise, que de mayor, me llamaran señoría. ¿Qué daño puede ocasionar llamar a una persona señoría? Aunque, si escucho bien esta voz, tiene un algo de género que no me cuadra. Cuando me hablaban de tú, me mosqueaba. Y pronto carrera hice para que me nombraran en mi justa dignidad, ese don tan deseado de los remites en redondilla de las antiguas cartas de correo. Y ahora que soy ya entrado en años, cuando me llaman de usted, es como si le perdonaran la vida a un hombre despreciado por mear fuera del tiesto. 

Luego quise que me llamaran excelentísimo. Pero las normas de la camaradería laica y popular muy deprisa suprimieron tan elegante y metropolitano tratamiento. En su lugar se impuso: ¡eres la hostia tío! Y yo me quedé sin mi título de Barataria. Y no tuve la suerte de que me llamaran señoría, ni vuecencia, ni siquiera duque de cualquier cosa; al contrario, se cagaron en mis putos muertos, en la madre que me parió, y en el dios que me menea. 

Y ahora, (¡contradicción la mía!), quiero que me llamen llanamente de tú, tronco, colega, o yayoflauta. Y tampoco es verdad, que miento. Si me llaman de usted, me mosqueo. Y si me llaman de tú, contesto: ¿cuando tú y yo hemos comido en el mismo plato? Siempre ando con el paso cambiado. Y es que lo del protocolo nunca fue mi fuerte. Ya el simple hecho de saludar como mandan las leyes de urbanidad, para mí es un tormento. No miento si a señora casada un beso tengo que darle, no sé ni cuántos ni donde, ni cuántas genuflexiones, inclinaciones, ni venias, ni lamemanos. Más vale un toma que un dos te daré, decía Sancho. La formalidad. Uno, es como si me quedara corto, cuatro te pasas; y ha de ser en la derecha, porque si lo haces en la izquierda, que es la más sensible, puede que se crea que le tiras los tejos. El nerviosismo a veces me ha llevado a errar; y a veces ha sido la oreja, los labios, o el pescuezo, el destino desaforado de mis ósculos protocolarios. Y si es señor ¡bueno, ni comento! 

Pero no estoy aquí esta mañana para hablar de besos, sino para decir que si empezáramos todos por tratarnos de igual a igual, ni puñetera falta haría tanta cortesía. Con todo, yo que en el fondo, como cualquier otro hipócrita viviente, soy amigo de les formules galas de politessey en ellas abrigo mi pudor escuálido, echaré de menos tratamientos de cadencioso corte, como aquel calambur que en su día le hiciera Quevedo a la reina doña Isabel de Borbón:
Entre el clavel blanco y la rosa, su majestad es coja.

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