jueves, 1 de noviembre de 2012

El lado malo del cielo




No basta para que un texto me atraiga, que esté bien escrito, necesito también que me conmueva y esté preñado de credibilidad, magia y realismo. Y el relato La mitad del cielo que Pilar de la Encarnación González nos da leer en Molínea nº 32, me ha sacudido por dentro.

Ya desde su íncipit: Entregad a aquella el niño vivo, y no lo matéis; ella es su madre, del Libro de los Reyes, Pilar me introduce en el dilema del bien y del mal, tantas veces mal interpretado y confundido a nuestro interés y apaño. Hasta el más inocente es capaz de cometer el más horrible asesinato. Y viceversa: en todo corazón malvado anida un atisbo de bondad. No sé si la escritora pretendía suscitar dicho debate, que a mi a veces me obsesiona como a maniqueo empedernido y dualista. Pero he aquí el poder creador de la literatura, conseguir que incluso el lector, aún sin tener nada en común con el autor, participe de su planteamiento inconsciente y oculto.

Pilar de la Encarnación describe de manera onírica, entre espacios y tiempos que se cruzan, un segundo nacimiento, el encuentro, al cabo de unos años, de una hija robada en el parto, con su verdadera madre. Ella nacerá pero, en el fondo, yo también volveré a nacer porque morí el día que ella murió.

La escritora, a través de siete escenas (El pozo, La mentira, La sala de espera...), cuadra la historia desvelándonos sus personajes y sus angustias, frustraciones y desgarros. Y precisamente en el cuarto momento -la escena de El demonio-, mi consideración se detiene apresada por el lazo de sus letras. No sabían que yo arrancaba de sus entrañas su fruto para colocarlo en otra cesta. Y esa maldita obsesión de querer aunar Pecado y Gracia, amuletos enganchados a mi carne a lo largo de mi cultura e historia, es la que me lleva como abogado del diablo a querer conjuntar el lado malo del cielo con la cara buena del infierno.

No es mi intención, por supuesto, exonerar de toda culpa a los ladrones de bebés. Y menos a una monja, que por oficio consagró su vida al bien y a la verdad. Pero no es menos cierto que todo delincuente se ampara en algún recto principio, para justificar así su reprobable acción. ¡Que me pongan ya la Biblia que juro que no hice nada malo! Sor María, ella misma, pretende dignificarse y redimirse diciendo: Niños y niñas en hogares a los que jamás iba llegar la alegría, yo la llevé.

No quisiera que el dolor de los trescientos mil niños robados en España con la connivencia de los poderes fácticos de aquellos años, me señale como cómplice por mi tibieza ante estos delitos cuyos culpables deben ser sancionados.

Y después de leer el relato de Pilar de la Encarnación, aún oigo el lamento de estas víctimas y sus familias que me gritan:
 ¿Qué fuerza tan extraña se esconde bajo la falsa idea de Dios para que en su nombre cometamos los humanos los crímenes más horrendos?

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