sábado, 13 de abril de 2013

Oración de la flor de la patata



La belleza no hace sino poner en ridículo nuestra pequeñez más dolida. O lo que es lo mismo: el Narciso a la contra, el don de sentirse mar inmenso en un charco afeado y seco.

Y quiso mirarse la flor de la patata en el espejo de la Venus de Milo, medirse con el jazmín y la rosa. Y al momento se vio el tubérculo atacado por la cochinilla de la fragilidad, la caducidad y la prisa, el arañuelo devorador y ruin de soles y clorofilas, sonrisas y buenos días.

Esta mañana en un gran bancal de patatas me paré a mirar una flor entre tantas matas. Y sólo vi un débil resplandor, apenas imperceptible, a lomo de olas verdes de caballones mansos. Y me acerqué sin que me viera la flor insignificante de la patata, que lucía dichosa su ordinariez estoica, rodeada de alegres buganvillas, cipreses altivos, nubes engreídas de crespones blancos entre los perales. Y estas fueron las palabras que oí salidas de su cáliz oxidado en forma de oración de simplicidad agradecida:
¡Oh huerta y campo, os agradezco haberme hecho efímera, y no tremendamente bella como las beatas republicanas de la parábola! Gracias a los achaques, a las plagas, a mi chabacano existir, puedo congraciarme con santa avaricia de mi tenue goce y brillo. No dispongo de toda la eternidad para el envanecimiento exagerado que denigra y espanta a merlas y gorriones.
Por eso, gracias os doy de nuevo, ¡oh cielos!, por enseñarme a condensar mi respirar infinito en un suspiro de poquedades vacío. Os estoy enormemente agradecida por no haberme hecho fuerte como el tronco del pino; longeva como el olivo; prominente como las montañas; invulnerable y pinchosa como las ramas de los cítricos. De ser elocuente, robusta y hermosa, el esfuerzo por perpetuarme bella hubiese acabado antes conmigo.
Sé que no puedo presumir de altaneros frutos; pero gracias, ¡oh tierra, oh cielos!, al soterramiento que me concedisteis, resguardada voy del frío, del vendaval y del chasco de alturas inalcanzables.
Gracias por la sabiduría de la caducidad y el sabroso don del instante, la virtud de la discreción humilde, expectante y oscura.
Gracias por fecundar en mi vientre de sombras el blanco pan crujiente de los pobres, que saben hacer de mí los mejores guisos.

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