miércoles, 12 de junio de 2013

Humo y cenizas




La noche agradable de principios de junio con abrazo templado y dulce acoge a unos cuantos amigos. En la terraza de la casa de uno de ellos, al fresco, rodeados de buganvillas y rosales celebran cualquier cosa como único pretexto para verse, conversar y disfrutar de una velada junto a un porrón de vino y una fuente de patatas cocidas con ajo. Hablan de amores sublimes, aquellos de madres dispuestas a dar la vida por sus hijos y esposos. Suicidios espirituales, de palabra, con causa, nobles, llenos de resurrección y entrega, como el de aquel prisionero de los campos de exterminio nazi, que se ofreció a morir, en lugar de un compañero de celda, ajusticiado. Y a pesar de resultar un tanto deprimente el tema elegido, no lo es en absoluto, pues en el ánimo de los amigos se palpa la seguridad que nace del sabio y profundo conocimiento, aunque de la misma fatalidad se trate.

Uno de los comensales cuenta ahora que una amiga suya se pasa las tardes hablando con su marido, fallecido tan sólo hace unas semanas. Los hijos quieren tirar las cenizas al mar, al viento, o al río. No tienen aún decidido cual será el destino definitivo del padre, si las tranquilas aguas del Mediterráneo, o los intrépidos acantilados del norte. ¡Como si fuera más saludable y distendido desaparecer en campo abierto, que encajonado en un oscuro rectángulo de ladrillos enmohecidos! Con el jarrón del padre en casa, la mata de la menta poleo a través de la ventana, continuará invadiendo la estancia donde los restos de este hombre muerto seguirá oliendo a deseo, a besos de mujer. Y el canario de la jaula del patio, cada vez que huela las cenizas del marido, alegrará con su aleteos toda la casa. Mientras el jarrón de las cenizas permanezca con ella, su marido jamás se habrá ido, y los geranios de las macetas seguirán calentando con su rojo el frío de los tristes pensamientos. La madre lo tiene claro. Y le dice a los hijos:
¿Cómo voy a consentir que el pobre de vuestro padre ande por ahí perdido como quien no tiene nadie que le quiera? ¡Vuestro padre se queda conmigo, aquí, como siempre, acompañando a su mujer!
La viuda todas las tarde se sienta enfrente de donde solía hacerlo el marido. Y en la mesilla, junto al sillón, tiene delante el búcaro con sus restos incinerados. Y habla con él como antes lo hacía, unas veces discutiendo, echándole en cara cualquier cosa, que si fuma mucho, que se cambie de calzoncillos; y otras, agradeciéndole lo bueno y cariñoso que siempre ha sido con ella y con sus hijos. Hoy la viuda ha sacado del cajón de la cómoda una cajetilla de tabaco. Y mirando fijamente el ánfora de las cenizas, le dice condescendiente al marido:
Hoy, querido, no hace falta que salgas fuera a fumar en la terraza. Anda, puedes encender aquí mismo el cigarrillo.
Y al dejar la viuda el paquete sobre la mesilla, queda impresionada. Es la primera vez que lee la enmarcada y negra esquela mortuoria de la cajetilla: Fumar puede matar. Nunca hasta ahora la esposa se había fijado en esta furibunda e incriminatoria advertencia sobre el peligro que para la salud acarrea el tabaco. Y al instante le entra tal congoja y apuro, que exclama la mujer condolida:
¡Cómo habré podido, cariño, a punto he estado de matarte!
La viuda coge ahora uno de los pitillos, se lo pone en la boca con el abismamiento de quien se bebe una infusión de cicuta. Lo enciende con determinación y calma. El humo del cigarro envuelve el jarrón de las cenizas. Humo y cenizas se atraen agrupados como los pétalos del geranio.

Lo que en ese mismo momento pasó por la imaginación de la mujer no lo sabemos. Hablar de fusión mística, empatía mortuoria, suicidio fraternal sublimado, sería mucho decir. Y al hilo de este relato, bajo los cuernos afilados de una luna menguante, otro de los comensales trae al recuerdo de los demás contertulios la muerte enamorada, conjunta, deliberada y asumida de Stefan Zweig y Lotte Altman un 23 de febrero de 1942 en Petrópolis (Brasil).

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