viernes, 20 de septiembre de 2013

Doña Talía mi dentista



Desde lo más profundo de mi ser daba yo gracias a mi querido premolar por ayudarme a masticar y reconvertir en bolo alimenticio, transformar en carne de mi carne las socorridas espuertas de pan y cebolla que a lo largo de mis años venía ya engullidas y debidamente excretadas. Pero el inaguantable dolor de muelas, dorsalgia a rabiar de perros y una semana sin dormir llevaron a preguntarme si convenía seguir yo ceñido como un pelele borbonero a la manida corona de una simple muela averiada y sin futuro. Y decidí, a pesar de mis resistencias realistas, ir a ver a la dentista por ver si la abdicación de su marmóreo trono fuera mi remedio.

Para anclar en mis quijares unos dientes que me faltaban, la dentista tendría que reducir a su más mínima expresión un colmillo que en buen estado me quedaba. Primera aberración intrínseca: tener que renunciar a lo natural y primigenio a cambio de un perno artificial y postizo, hecho a base de compuestos resinosos. Además, la doctora me arrancaría la pieza cariada origen de mi insomnio y malestar. Segundo contrasentido: La cultura mercantil y chapucera de usar y tirar en lugar de reparar o reconvertir. Y le dije a doña Talía, que así se llamaba la odontóloga teatrera, patrona de la comedia:
Después de casi cincuenta y siete años de convivir con este tejo le he tomado tanto cariño que me da pena desprenderme de su fiel compañía
Pero la extirpadora afición y no menos razón profiláctica de esta odontóloga de placa, saga y cartel prevaleció sobre mi queridísimo apego ombligodentario. La dentista, como cualquier otro celebérrimo escultor protésico, pertenece al género escogido por Dios para rematar el embellecimiento de la naturaleza, aunque tal embellecimiento nunca alcance su esplendor originario. No es más bella la cara de una mujer con mascarilla, embadurnada de potingues, sino todo lo contrario. Talía, como Cloe, Venus, Afrodita, Helena, Beatriz, Dulcinea, y otras muchas bellas ingratas, amadas y enemigas mías, pertenece a la especie de las hespérides, náyades, sirenas y nereidas que inundan el mar de nuestra tierra, la tierra de nuestro instinto, el instinto de nuestro arrebato, el arrebato enloquecido del necesitado caldo que los hombres precisamos para sobrevivir. El rigor de la profesionalidad de Talía queda por supuesto intacto, y lo mismo su inmaculada honra, a pesar de mis devaneos literarios y donjuanistas.

Llevaba la dentista doña Talía, como la diosa griega del mismo nombre, un antifaz sobre su sudoroso rostro que dejaba traslucir terapéutica su mirada. Y el que esta joven dentista no pudiera hacerse con mi rebelde muela, más se debía, según yo creo, a la resistencia innata de mi cuerpo que a las necesitadas fuerzas de sus esbeltas manos. Entre forcejeos y tirones ella me diría, tras un tiempo de maniobras inútiles, cual práctico de crucero a la deriva, un lo siento, no puedo con el timón de tu muela. Mientras, un sudor frío, regueros de dolor y miedo, surcaban mi frente, frente a sus ojos hermosos. Y yo en aquella silla eléctrica maniatado, con mi muela colgando, en la penumbra de mi espanto oía a la dentista decir, como quien implora al Altísimo:
¡Voy a buscar a mi padre,  que yo no tengo fuerzas para terminar de sacar este calcáreo iceberg!
Talía dejó al momento sus aperos encima de mis rodillas y salió zumbando a la calle como alma desesperada que hace mutis por el foro. Yo entre tanto me rebanaba escupiendo para mis adentros, (para afuera, teniendo la boca entrampada con aquel gato de hierro que la tal Talía metiera dentro de mis tragaderas) imposible decir nada, tan sólo refunfuñar muy quedo:
¡Y dónde, diablos, estará su padre! ¿En el hogar del pensionista? ¿en el Eroski comprando bastoncillos para las orejas?
Tal vez la doctora invocase a su padre, cual simple eco freudiano, impotencia filial frente a la fortaleza de un padre prepotente. Y para más inri, en medio de aquel espasmo psicológico, me dio por pensar, que con mi molar abatido, mi potencia sexual también eclipsada quedaría. De hecho la bella expresión de los ojos de Talía, que yo antes admirara, resultaron ser las dos aspas punzantes de unas horribles tenazas que quisieran, vía dentaria, descepar  mis genitales. Luego yo, al sentir como los pasos ajetreados de Talía dejaban la sala, sucumbí desmayado en aquel ortopédico potro de dislates y tormentos con mi premolar colgando como polichinela en el aire.

A mí, realmente, más que resolver las concomitancias psicoanalistas de aquel incidente, lo que en ese momento de verdad me preocupaba, era saber si la doctora había ido de verdad en busca de su padre, o más bien había desertado de su oficio, dejando mi muela a medio sacar en el tejado de mi paladar acorchado.

Luego, después de un largo rato, cuando los efectos de la anestesia llegaban a su fin, contemplé milagrosamente la aparición de un hombre fornido, el divino Apolo, el mismísimo padre de la diosa Talía que retomaba las labores odontológicas momentos antes abandonadas por su hija. Y al tiempo que culminaba la extirpación definitiva de mi muela, me dijo este buen hombre disculpándose:
Perdona, hijo, he salido volando en cuanto Talía me ha dicho lo ocurrido. Y si he no he venido antes ha sido porque mis compañeros del bar Olimpo no me han dejado hasta finalizar la partida. Y para tu satisfacción, y por supuesto la mía, te diré, amigo mío, que hemos ganado copa, el puro y los cafés.

1 comentario:

  1. Jocoso relato si no fuera por los 35 euros que recientemente me rascó la dentista de enigmatica mirada bajo su antifaz, por pegarme un diente de nuevo, despues de cuatro años de haberlo hecho por primera vez. ¿Quién me mandaría a mi hincarle el diente a aquel briñón recien cogido del árbol?
    Saludos.

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