martes, 15 de octubre de 2013

El don de la ubicuidad




Las hojas de los árboles habían dejado de moverse. El cielo, completamente azul. La ciudad parecía un estanque de hielo en verano. La calle estaba desierta. Las aceras, todavía mojadas. Los barrenderos, hacía poco, que habían terminado su trabajo. Con ser la hora de entrar los niños al colegio, no vi a ninguna madre arrastrando a su hijo camino de la escuela. Tan quieto estaba el aire, que todo parecía una fotografía.

Me quedé sobrecogido nada más ver tus pies calzados con mis propias sandalias. Precisamente en aquella época pasaba por un momento de simplicidad tal, que todo, o casi todo lo que precisaba para vivir, lo hacía con mis propias manos. Como te digo, las sandalias que yo calzaba en aquellas fechas, eran irrepetibles. Yo mismo compré el cuero en la tienda de aquel peletero. Con las herramientas de marroquinería que me prestó mi amigo Alfonso, yo mismo emblandecí, corté y cosí las tiras de las sandalias, que productivamente años me duraron. Las sandalias que por aquel  entonces yo llevaba, nadie, ¡nadie!, a no ser que fuesen las mías, podía calzarlas. Al verte aquella mañana con mis sandalias puestas, me llené de asombro y una corriente de consonancia me religó a ti de manera unívoca. Un doble y contradictorio sentimiento ambiguo estranguló por un momento mi respiración: descanso por dar al fin con la persona de mis cuernos, y  tristeza, al traerme tu presencia el recuerdo de mi desgracia. 

No me dio tiempo a entendérmelas contigo, ni a que me sacaras de dudas. Cuando quise hacerlo, ya habías desaparecido. Me ocurrió lo que al niño que juega en la ribera de un río. Un poco más arriba del curso del arroyo, este mismo niño ha tirado al agua un trozo de corcho, la pequeña corteza de árbol, en la que su abuelo le ha ahuecado, tallado, el diminuto barco de sus sueños. El niño corre veloz por ver, si un poco más abajo, adelantándose al rápido fluir del barquito, pudiera ahora recibir con vítores su llegada. Todo ha sido inútil, cuando el niño, agotado tras una larga carrera, se asoma a la orilla, ve como su ilusión navega, lejos ya, entre las curvas del boscaje del arroyo.

Que nos crucemos en la calle a personas llevando nuestra misma camisa, no es de extrañar. Hasta la sudación, una cosa tan original por su especificidad como es el olor personal, ya es ahogado por el invento de los desodorantes. Nos cruzamos con personas que visten, se peinan, se pintan y se calzan igual que nosotros, llevan nuestro propio gusto, el mismo perfume, el mismo paraguas. Yo aquella mañana me di de bruces con quien conmigo compartía mi amor por la misma mujer.

Al verte aquella mañana con mis sandalias, una corriente de consonancia me religó a ti de manera unívoca. Quise demostrarme en aquel momento el don de la ubicuidad.  Pero no me dio tiempo a preguntarte:
Por favor me podría usted dejar ver un momento. No le parece demasiada coincidencia que tengamos el mismo gusto por el calzado. 
Al llegar a casa, lo primero fue preguntar a mi mujer por mis sandalias de cuero.
No te acuerdas que las tiré a la basura, estaban para el arrastre. ¡Mira que te cuesta trabajo desprenderte de las cosas! Tan obsesionadamente te apegas a ella, que luego no hay quien te haga quitártelas de encima. 
Mi mujer continuó luego hablándome de algo que casi no me acuerdo, de fetichismo, de que si yo subjetizaba de tal manera mis prendas de vestir que las personalizaba hasta el punto de confundirme con ellas. Yo, en ese momento, de tan confundido, no tenía ganas de discutir. A mi mujer, por supuesto, nada le dije de mi encuentro contigo, y mucho menos de que te había visto con mis propias sandalias. Tal fue su divagada defensa de ocultar lo que para mí era vital, que desistí de ampliarle los detalles de nuestro encuentro. 

A partir de ahí, lo que empezó a preocuparme, no fue la mirada esquiva de mi mujer ante ciertas alusiones mías relacionadas con nuestra más honda intimidad conyugal, sino mis olvidos consentidos. Pero de lo que sí estaba completamente convencido es, de que las sandalias que tú llevabas aquel día eran las mías, las que yo curtí con mis propias manos. Como aquellas, imposible que hubiesen otras. A no ser que tu y yo fuésemos la misma persona.

Después de verte andando con ellas, de verte como casi con mis propios pies te distanciabas delante de mí, sin hacerme ni puñetero caso, acudió a mi cabeza, (¡tan desmemoriada para otras cosas!), las palabras textuales que se me habían quedado, tras leer aquella novela de Novairge: 
Si ves un hombre caminando con tus propios zapatos, piensa que tal vez los haya cogido equivocadamente de debajo de la cama donde duerme tu mujer.


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