martes, 12 de noviembre de 2013

Niebla, novela no apta para el verano



Desde el momento en que Augusto Pérez, en los mismos comienzos de Niebla, dice no hay nada más elegante que un paraguas cerrado, me reafirmo en mis desavenencias con don Miguel de Unamuno. Para mi, un paraguas abierto es mucho más bello y vistoso que una sombrilla plegada.

El que viaja mucho va huyendo de cada lugar que deja. Leí esta nivola en pleno verano, tiempo de giras y desplazamientos. Mi grado de concentración en aquellos días de asueto estival no era por tanto el más propicio para sacar todo el jugo literario, trágico y existencial que don Miguel en este libro tal vez vertiera. Y así, cual picaflor impaciente, ajeno a las profundidades filosóficas de la vida, me dejé llevar más de la trama que como comedia de enredos Niebla me sugería.

Y mientras leía la niebla de la vida rezuma un dulce aburrimiento, el sol de la playa, el agua refrescante, el ocio y la brisa del mar aletargaban mi ánimo y me conducían tras los pasos de cualquier muchacha que delante de mis ojos pasara. Y entonces, ¡sí!, no disentía en nada del profesor cuando decía: Todas las mujeres no son sino remedos de la una, de la única, de mi dulce Eugenia.

Y cuando de nuevo el filósofo bilbaíno cual hábil práctico, entre escollos y marejadas de amores y celos, volvía a la carga con sus pensamientos de trascendente trashumancia: nos movemos en dos direcciones: del pasado al mañana y del hoy al ayer, yo me levantaba al momento de la tumbona y me servía otra paloma de anís. Y de nuevo me sumergía, frente a la isla del puerto de Mazarrón, donde yo a la sazón pasaba unos días de descanso, en la placidez de la monotonía, esa acaramelada eternidad sin porvenir ni deseo, que se parece lo más a la muerte. Lo más liberador del arte es que le hace a uno olvidar que existe.

 A don Miguel y a Augusto, con tanto bebercio fresco y aquellos calores del verano, yo a los dos confundía. Y de nuevo volvía malhumorado el protagonista preguntándome: ¿pero el otro no es el novio de Eugenia? Y al instante él mismo se contestaba poético, colérico, mefistofélico, cual Rimbaud desde Abisinia: ¡el otro soy yo! Y disfrutaba de ver a Unamuno, un señor tan serio, barbudo y excéntrico, hasta las cejas enamorado en la persona del joven Augusto. Y me alegraba ver al señorito Pérez, tan madrero, encorsetado e impermeable a los sentidos, convertido también al amor: Esa mujer me ha vuelto ciego al darme la vista. La producción literaria de un autor suele compensar lo que en la vida le falta. Un escritor triste y reservado escribirá en claves de humor. Y así es como el autor logra su equilibrio emocional, escapando, gracias a su imaginación, de su yo insociable y misántropo.

Si en lugar de haber leído Niebla en plena canícula de agosto, lo hubiese hecho desde el balcón de este otoño abstemio, estación de sombras y grises, lluvias y vientos, tal vez su lectura hubiese alimentado esos deseos de eternidad por los cuales me desvivo, sobre todo ahora, cuando veo que los días de luz se acortan y las noches alargan mis miedos. Y al igual que Augusto, yo también escaparía de las páginas del libro de mi vida para decirle al demiurgo de mis fantasías que no deje morir mis sueños. Y así no acabar reconociendo como Unamuno mi mortalidad cantada:
Yo soñé luego que me moría, y en el momento mismo que soñaba dar el último respiro me desperté con cierta opresión en el pecho.

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