miércoles, 29 de enero de 2014

Es tarde




En la caverna de su espíritu, un lejano susurro, voces inalcanzables le llenan de confusión. A Heliodoro le cansa la Tierra porque cansada la siente. Aturdido la lleva y sin resuello, como mula monte arriba alrededor de un sol turbio y palideciendo. Tanto el astro, la mula, el planeta, como su vivir, están apurados. Y los cuatro se abrazan en un pesimismo cada vez más científico y comprobado. Y este tedio cósmico de la común existencia que a todos alguna vez nos aturde, a Heliodoro le atormenta atormentado.

Débil de carácter, o visionario; y por tanto más sensible que el resto de los humanos ante cualquier amenaza presunta y, según se mire, no tan remota. La muerte del planeta, a la mayoría no le quita el sueño, (mula muerta, la cebada al rabo); en cambio a Heliodoro esta agonía terrícola le llena de ansiedad. Tan identificado se siente con la naturaleza que cuando la Tierra se queja, a él las entrañas se le desgarran. Hoy, lee en el periódico:
A causa de la contaminación, los habitantes de Beijin, que quieren observar la salida del sol, se ven obligados a visionar grandes paneles digitales repartidos por la ciudad, donde el Gobierno transmite ricos amaneceres virtuales, vestidos de luz y colorido.
Le pasó también cuando por televisión vio las imágenes tomadas por el robot Opportunity. Aquellas fotografías daban fe que la vida también existió allá en el planeta rojo. Más temprano que tarde eso mismo pasará aquí -se lamentó entonces. Ni cumbres en Kioto, ni manifestaciones ecologistas, ni advertencias ejemplarizantes de Greenpeace podrán detener el desastre. Ya es tarde.

Heliodoro sale a la calle, por ver si su desazón se calma. Camina despacio. Lleva debajo del brazo una caja donde guarda el presente. Observa con más atención a la gente: hombres enfundados en sus gabanes, sus gorras aprietan su cráneo, con las manos en los bolsillos andan cabizbajos, sin trabajo. Abuelos desahuciados, sin asilo, sin agua, ni pensión. Niños callejeros corren a cobijarse en los soportales de un templo, antes de que la lluvia ácida los alcance. Río sin cauce, ranas sin charco. Un grupo de jóvenes ocupan las fuentes del ayuntamiento. Amas de casa deambulando con capazas vacías, llenas de bocas hambrientas. Los niños de ayer ya no son los niños de ahora. Los adultos del siglo de las Luces no son los hombres taciturnos de hoy. El hombre, que ayer risueño pescaba en la ribera del Segura, ya no es el mismo tío Azuqueque acurrucado y legañoso bajo el puente de la Virgen Seca. Todo cambia a peor. Fría y árida la corteza del cuerpo de Heliodoro, desierto y deslucido como el campo de Marte, devastado por el calentamiento global.

A la tarde aún le queda un poco de sol. Heliodoro se detiene. Contempla el ocaso enrojecido. Y siente embriagante la eternidad de este presente. Abre la caja de madera. Su interior recubierto está de espejos. El último rayo del sol, el rayo verde, entra humilde en la caja. Y antes de que este momento eterno desaparezca, con sagrado fervor Heliodoro cierra la caja.

Luego, Heliodoro ya en casa, lee: el mundo está vivo y nada vivo tiene remedio y esta es nuestra suerte. Lo que no sabemos es si esta frase de Roberto Bolaño, le compensa o aún más le entristece.

3 comentarios:

  1. Puede que así acabemos, guardando vientos y rayos en una caja...

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  2. Tio Juan, como todo lo que leo tuyo, me hace pensar, a veces recapacitar, a veces entristecerme, a veces reir, y sieeempre acabar diciendo Bravo.

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  3. Que triste llegar a la conclusión de que "ya es tarde".

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