martes, 11 de marzo de 2014

Estanque quieto





Hacía un mes que se le había muerto el marido. Vivieron casi sesenta años juntos. Como cualquier matrimonio: con sus querencias intercaladas de odios transitorios, enemistades perecederas. Celos, hijos de por medio, broncas, arrumacos. Silencios de protestas, complicidades y confidencias. Y entre cal y cal: arena. Y mucha piedad y ternura. Y perdones a manta.

Aquella mañana, con el pretexto de llevarle una cesta de naranjas recién cogidas del huerto, fui a verla. La encontré tranquila. Durante las dos horas que estuve en su casa, no hablamos del marido. No hice por mi parte mención alguna, no sé si por respeto hacia el muerto, por no remover las brasas de sus sentimientos, o tal vez por estar convencido de que aquello que no se nombra, nunca llegó a suceder.

Recuerdo que era febrero. La tarde sin ser muy fría, era ventosa. Y el viento llevaba en sus alas las sombras del ocaso aún por llegar, como si quisiera el aire robarle al sol el camino de su plácido atardecer. La chimenea estaba encendida. Y el dulce olor a leña me hizo exclamar:
En esta tarde, el más triste de los mortales, con solo ver bailar estas alegres llamas, se sentiría feliz en esta casa. 
Luego de terminar la frase, al ver en sus ojos evocadores su enmudecida nostalgia, me di cuenta de mi decir imprudente.

Muy pronto se pasó la visita. Hablamos de los niños robados, de la inclusa, de los pescozones de las monjas, del hambre de la postguerra, de aquellos tiempos de cruces y orfelinatos. Hablamos sin ira, ni remordimientos, con el sosiego del duelo. Hablábamos sin dejar que las palabras nos hicieran daño, a pesar de su desgarro y la hipocresía de aquellos años de cristiandades y venganzas. También hablamos de la crisis. Y le dije:
Hemos perdido el futuro. En estos años de recortes puede que el futuro sean aquellos años que ya vivimos en nuestros años mozos.
Y fue entonces cuando ella me contestó:
Ojala pudiéramos decir lo mismo de la muerte, y estar vivos.
Llegó la hora de despedirnos:
No se te olvide decirle adiós. Está ahí en la mesita del recibidor.
Miré el búcaro cerrado, y  leí su nombre y apellidos. Y al ver mi mirada entristecida, añadió:
No te lo creerás, pero el otro día ese cuadro que ves ahí colgado, se desplomó, sin que nadie lo tocara, sobre el jarrón donde están sus cenizas.
No dijo más. Yo tampoco. Salí de la casa. Y de nuevo, como al entrar, la vi tranquila. Tan tranquila, que parecía no tener ojos, sin perspectivas, sin futuro, como un estanque, que al no ser movido por brisa alguna, ni estanque, ni mujer, ni barco a la deriva pareciera.


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