domingo, 18 de noviembre de 2012

Jálogüin ni en pintura



Me sorprendí anclado en el vacío. Mi forma, reducida a la inexpresiva ambigüedad de un lienzo monocolor y oscuro. Sobre fondo negro es imposible pintar con carbón. El ceniza macilento de mi figura diluido quedó, como gota de leche en el café del desayuno. Lo que ya no sé, es si fui yo el absorbido, o por el contrario, la turbulencia plomiza del cuadro me engullera como tromba de agua encenagada.

El instante más veloz puede durar una eternidad. Y mil años de gloria, de repente, tornarse en un infierno. No es el tiempo la medida idónea para medir una emoción, ya sea ésta de placer o sufrimiento. Pero lo que yo sentí aquella tarde en el Museo de Amsterdam, a pesar de los treinta años transcurridos, nunca ha estado alejado de mí un instante.

Para mejor darme cuenta de lo que estaba sintiendo en aquel momento, me miré con detenimiento, y así convencerme de que todo se debía a una etérea y extraña visión. Realmente mi cuerpo era mi cuerpo, mis manos eran las mismas; mi cara, la de siempre. Pero mi aliento ya no era de mi propiedad exclusiva. Los dos fumábamos el mismo cigarrillo. Mis pies eran los míos, pero con la torpeza de los suyos. El peso de sus años aplastaba mis espaldas. Mi pecho era el mío; pero con sus jadeos entrecortados. Mis hombros, sí; pero con el hundimiento de sus clavículas y costillares despendolados. Mío el vello rubio de los brazos, pero las innumerables y pequeñas pústulas de su sangre reseca pintaban los míos.

Esta posesión no duró mucho ni poco, sólo el tiempo necesario para saber que entre los dos había una cierta complicidad existencial. Si soy incapaz de reconocerme en una foto, en un espejo, en un vídeo, ¿cuánto menos con alguien metido en el cuarto oscuro de mis entrañas?

El fondo de aquel cuadro aún me mira hoy con la misma fuerza que lo hiciera ayer en la Museumplein. El lienzo clava ahora su mirada en mi rostro esquivo, que trata de dejar algo suyo dentro de mí. Yo cierro los ojos a su irresistible color marrón. No quiero ser un poseso suyo, endemoniado de azufre y nicotina. Hay miradas que no por siempre se hacen irresistibles.

Y sin querer, me siento ahora por fin vencido. Abro los ojos ¿y qué veo? Mis ojos desiertos en las dos cuencas vacías de aquel cuadro que pintara Van Gogh allá por el 1885.

No hay comentarios:

Publicar un comentario