miércoles, 16 de enero de 2013

Chopos metafísicos junto al río





Aquella mañana se puso a escribir sin tener en su cabeza nada predeterminado, nada en concreto. Esperaba que sus palabras saldrían del teclado sin pasar por su mente. El escritor no desgastaría sus entendederas y ganas, ya de por sí escasas de tanto atracón repetitivo a base de recortes y notas, apuntes insulsos, forzados, tomados a la ligera. Desconocemos si el novelista creía en la inspiración. Lo que si sabemos es que por aquellas fechas, confiaba más en el poder autónomo de las palabras. Su imaginación plana, cual tabla rasa, y vacía, cual el bote de las propinas de la cantina del dispensario de las Hijas de la Caridad, así se lo sugería.

Alguien dijo que los grandes acontecimientos de la historia no siempre vienen de la mano de los héroes. Los adalides, los prohombres de hazañas, invenciones y victorias sólo son limitada y encorsetada forma de un fondo universal sin exclusiones ni fronteras. Mera corteza de un árbol frondoso por cuyo interior trepan innumerables coágulos de savia plateada para convertirse luego en hojas como estrellas luminosas a la vista de todo el espacio por crear y creado. Y si no que se lo pregunten a Fleming. Gracias a que el doctor se dejara olvidado la bacteria de un estafilococo en la mesa de su laboratorio, descubriría la penicilina. La bacteria después se contaminaría por casualidad con un hongo, y éste impidió que la bacteria creciera. De ahí luego vendría lo de la famosa y salutífera vacuna.

Debajo de cada estatua erigida a un padre de la patria subyace un montón de piedras vivas sin nombre, hongos que alimentan el fatuo orgullo de los nominados a los oscars de las letras. El excremento inocente de aves, cochinas y maleducadas, pintan de rojo la alfombra de la gloria vana. Y el escritor quería que sus palabras nacieran esa mañana sin poner él nada de su parte, así como mana el agua del Cerrico de la Fuente, sin esfuerzo. ¡Ay como deseaba el escritor que fueran las palabras solas, por su cuenta y riesgo, sin más inspiración ni arte que el azar caprichoso de la gandulería newtoniana, las que contaran lo que querían o quisieran esa mañana!

Y al igual que el demiurgo, aquel de pantocratías y paraísos edénicos, que fabricara galaxias, estrellas y nebulosas a portillo como sacadas de la manga con sólo abrir su boca, quiso el letrado escribir derecho, no sólo con renglones torcidos, sino sin renglones siquiera. Y tecleó tan sólo:
Hoy no se me ocurre nada. Mejor me callo.
Y cuando al cabo de quince días, el escritor volvió a la mesa de su escritorio, se encontró aquella escueta frase que escribiera antes de sus vacaciones de navidad, convertida y proliferada en una hilera silenciosa de chopos metafísicos junto al río, antibiótico para el cáncer de la página en blanco del narrador desganado y melancólico.

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