lunes, 28 de enero de 2013

No es nada



Cuando André Gide me dijo escribo para que me lean, siempre alabé su sinceridad, su ombligolatría. Y, egocentrista, yo también me encumbraba con las letras. Pero desde que me di cuenta de que a la humanidad le faltaban ojos, y al tiempo, lustros, para poder leer los miles de textos, la torre de libros que se publican cada día, le repliqué al autor del Inmoralista, que una de dos, o tendría que dejar de escribir, o sí seguía haciéndolo, ¿para qué pues?

Y esta vez, fue Marguerite Duras quien con voz etílica me dejó helado:  
Escribir no es nada
Ignoro si la Duras ya era una escritora reconocida a nivel mundial, cuando dijo que escribir era ir en pos de la vanidad, la publicidad o el viento. Basta con morder la ensaladera de la victoria, para darse uno cuenta de que el éxito se queda corto para nuestros deseos infinitos, por no decir, que casi siempre, transcurrido el delirio, el triunfo sabe a humo, a desilusión, hambre para mañana, y para hoy pan duro. Pero es preciso haber pasado por la gloria para conocer su resultado cero. Cosa que no es mi caso. Hablo por boca de ganso.

Casi todos los escritores, al releer su obra, la consideran insuficiente. Escribir produce insatisfación. Ingenuo el escritor, como Sísifo, que carga con el fardo de sus escritos, sabiendo o o no queriendo saber, que sus libros nunca alcanzarán la cima de su pretensión sublime.

Tal vez no sea el escritor el único creyente de su prepotencia fatua, sino también las palabras. Ellas piensan erróneamente que nos regalan la sal de la sabiduría. Y no sabe la palabra que, entre ella y lo que dice, siempre hay un abismo brutal, infranqueable, aún tratándose de la misma Palabra Inefable de Dios.

Pero concluir con William Hazlitt que los mejores autores son aquellos que nunca escribieron, es un sin sentido más, como aquellos otros que se atreven a comparar escritura e inmortalidad. No conozco a Dios, por tanto no sé, si la función de escribir podría suplir mi frustrado deseo de eternidad; lo que si puedo afirmar es que escribir, para mí al menos, es un acto de reconciliación conmigo mismo. O dicho con palabras de Enrique Vila-Matas: escribir me protege de los golpes duros que me da la vida. ¿Otro reduccionismo más? Tal vez. Pero es lo que pienso; al menos eso es lo que sentí ayer, cuando mi suegra me dijo:
¿Por qué, tonto el haba, vas por ahí a todas partes cargado con la libreta y el lápiz?

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