domingo, 12 de mayo de 2013

Cinco mariposas blancas




En el teatro son muchos los disfraces que para salir a escena en el ropero me aguardan. Ayer fui rey, mañana luciré rabo y cuernos para ser el demonio que me habita. No depende de mi elegir los personajes. Casi todos me vienen dados por un guión escrito en el agua. Pero algunos, conforme nado en ellos,  los asumo hasta fundirme en sus olas. Y luego, acabado el crucero de la función, ya no sé si soy Caperucita roja o el Voldemort de Harry Potter o aquel viejo pecio de los fenicios sumergido en la bahía de Mazarrón.
Habito de vivir las cortezas de sus individualidades. Calco sus pisadas en arcilla de mi espíritu y así, más que ellos, llevándolas para dentro de mi conciencia, he dado sus pasos y andado por sus caminos.
Y esta cita del Libro del Desasosiego de Bernardo Soares me vino al recuerdo ayer, después de visitar a la familia de un amigo muerto hace tan sólo unos días. Su viuda quiso distinguirme ofreciéndome el mismo sillón de su difunto marido. Accedí agradecido. Pero conforme pasaba el tiempo, y a pesar de estar allí cómodamente sentado, sentí que mis manos, mi cara, las rodillas, mis caderas, se transformaban en su cuerpo, el mismo cuerpo de mi amigo traspasado por el cáncer. Y sentí miedo, vergüenza y un cierto aroma.  

Miedo: por no querer ser yo mi amigo en ese momento. Nadie se cambiaría por un muerto, aún tratándose de su hermano.  

Vergüenza: por considerar  este sentimiento desabrido e indigno de un amigo que quiere darte algo tan significativo para él, como su propia muerte. Y si es propio del amor fundirse con la persona amada, yo por supuesto no debería querer mucho a mi amigo. Cosa que no es cierta. El mundo de los principios no siempre va de la mano del submundo ciego de los sentimientos.

Perfume. Y por último, mientras duró nuestra conversación, entre recuerdos, lágrimas y anécdotas, también percibí un aroma entremezclado e incierto, que no supe identificar en ese momento, estando mis sentidos bloqueados por la impresión desconocida de ser yo en otra persona.

Tras finalizada la visita, regreso a casa. Y en la umbría del sótano, mi hábitat en tierra firme, me encuentro con un ramo de manzanilla, un ramo de flores secas. Aspiro su olor, y siento que es el mismo aroma que sentí hace tan sólo unas horas en la casa de mi difunto amigo.  Perfume a flor dormida y destronada de unos rastrojos de plantas que ayer galaxia de soles deslumbraban a cinco mariposas blancas.

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