lunes, 17 de junio de 2013

Doña Retórica




Una tupida redecilla de lana cubría, como el bulbo de una cebolla, el rancio pelo de su cabeza encascotada. Debajo, una diadema de flores contrahechas, llamas apagadas de lirios repetidos, flores secas de buganvillas desvaídas y aplastadas. Se llamaba Retórica. No era fea, pero su gracia carecía de frescura, una florituresca cara vacía de expresión, placer y descanso. Andaba necesitada del don del amanecer. No extrañé sus ojos fríos y del color cotidiano de los días de un invierno más. La miré y, sin conocerla, su aire común me resultó familiar, desmotivado, archisabido y nada sorprendente. Sus manos convertían en arritmia y ruido todo tambor de palabras que tocara. Su piel olía a tierra baldía, a hierba tostada, a sobaco de agrideces toscas. Toda la gama profana y rústica de aromas sin esencia ni enjundia la monotonía de su piel destilaba.

¡Ay! Su loca manía cacofónica de evocar sin sentido las palabras más usuales la poseía como a una loca, como campana que da vueltas y vueltas incapaz de tocar nunca una nueva melodía.

¡Ay! Su loca manía caracolera de machacar con su adjetivo criminal e infecundo el misterio provocador que todo sustantivo lleva en su seno. De su estridente cadencia, de su faenar de azadas aturdidas, asincopadas y rutinarias, yo no veía crecer de la tierra de su boca la lengua grata en cosechas de neologismos reveladores y puros. La hierba verde, la nieve blanca, la sangre roja, el calor del fuego, la humedad del agua, los granos redondos, la dulce uva, (albarda sobre albarda), eran sus muletillas de andar por casa entre página y página. Doña Retórica enturbiaba con sus tartajos la dádiva oral que desde el Olimpo los dioses conceden a los creadores humildes y de corazón puro.

¡Ay! Su loca manía grandilocuente de convertir con sus pollizos y chupones verbales en vulgar las constelaciones de vino que en sus manos de odre y callos escondían las viñas.

Ella tal vez creyera que yo escuchando sus retahílas de himnos librescos y aduladores, encontraría cual avispado enólogo, el sabor preciso que desde mucho antes que Noé plantara la primera cepa, andaba un servidor buscando. Ella tal vez creyera que yo encontraría el sentido en el vaivén mántrico de su murga, letanía y pantomima, como si en la repetición indolente y abstraída, como si en el juego malabarista y crucigramero, como si en el kiosco de su ilustrera racha de calificativos improductivos se exhibiera la verdad semántica, bónzica y nirvánica.

Y en medio de la más aburrida expresión enésima, parafernálica y múltiple, doña Retórica, o Polimnia, como la llama, viste y pinta Francesco del Cossa, me dijo:
No seas estúpido y caracolero. Aprende de mi caracoleo estúpido a valorar la simpleza literaria. Así es como el mayor defecto puede llegar a erigirse en virtud. Y, como la sombra agradece a la luz su vida, sé tu también agradecido con mi pedagógica pedantería reprimida en los abundantes pliegues que me adornan desde el cuello a las rodillas. Sal de tu banalidad letrera. Y no rices como yo más el rizo de los tentáculos adjetivales que ahogan la savia virgen de las palabras. Te lo digo yo que soy la musa por antonomasia de la parquedad y el estoicismo del cultivo de las doctas letras.

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