martes, 25 de junio de 2013

La carta de Renou


 Sofía le pregunta a su hijo:
¿Emilio, has visto la carta?
El sobre continúa sin abrir en la alacena de la cocina.
¡Abandona de una vez esa culpa que te come por dentro. Yo soy tu hijo y basta! Aquello sólo fue un accidente.
Es la primera vez que Emilio se refiere al pasado de su madre. A pesar de haber transcurrido más de doscientos años, Sofía, aún está cogida por la sacudida de un hombre que la dejó preñada. La madre no se toma el comentario de su hijo como una ofensa. Se limita a recordarle:
Hace ya diez días que llegó. La carta viene a tu nombre.
Para Emilio el mundo, la carta, las personas, son un saco de objetos desconocidos, personas sin nombre, caras extrañas por las que no siente nada. Lo que ahora le preocupa son sus cincuenta pares de mansos, llenar el buche de su rebaño. Coge la carta y sin mirarla se la guarda en el bolsillo de la pelliza.
¡Cuántas veces, madre, quieres que te diga que no quiero saber nada de quien tuvo la desvergüenza de darse el piro y dejarte padreada!
Sofía le dice ahora a su hijo:
Siempre será mejor tener un padre despreciable, que carecer de él. Algo puedes construir sobre lo que tienes, pero nada podrás edificar sobre lo que careces. Lo que hizo tu padre es reprobable, pero, si tuvieras noticias suyas, podrías elegir en repudiarlo al menos.
Los días transcurren como si nada. El sobre en su cazadora martillea de palpitaciones el corazón huérfano del hijo. Una tendencia natural arrastra a los animales a husmear en la cuna de su nacimiento, peces que tras largos años de nadar por océanos olvidados vuelven a las empinadas cuencas de los ríos donde sus hembras los desovaron. Emilio empujado por el odio del abandono filial llega esa noche a casa. Palpa la carta que aún guarda consigo. La curiosidad le crece. Abre el sobre. Sus ojos de escopeta se disparan a la firma, Renou. No tiene ni idea. Luego la fecha le desconcierta aún más: Ermonville, 1778. Emilio trata de explicarse este absurdo:
¡Imposible! ¡Una carta del siglo dieciocho! Estamos en el dos mil trece. Como si quien me escribiera pudiera estrujar y ensanchar el tiempo a su capricho. El tiempo es una vanidad humana. Cualquiera en cualquier época y desde cualquier lugar puede escribir tantas cartas como pelos tiene la cabeza de Sansón. Somos lo que no somos. La Historia, es una apariencia, una manipulación virtual, una circunstancia que llega a veces a enturbiar nuestra verdadera esencia, nubes que atraviesan una montaña y desaparecen, pero la montaña, nosotros, seguimos ahí, inamovibles a pesar de las tormentas.
Desde el púlpito de nieve un alfanje plateado se asoma ahora por la ventana. Emilio sin saber, si está sumergido en el letargo de un tiempo presente o si despierto en pleno Siglo de las Luces, bajo el foco de la luna se dispone a leer por fin la carta:
Mi querido hijo: Ando huyendo de un lado para otro sin domicilio fijo debido a los innumerables perseguidores que me salen por doquier. No quiero justificar con esta carta mi reprobable proceder, como tampoco que creas que busco tu perdón. No eres hijo de la nada, ni de nadie, ni del Destino, ni del tiempo, sino de la naturaleza. Te abandoné en el futuro para dejarte libre, sólo así, en la distancia del tiempo, has podido sobrevivir. En un principio quise llevarte conmigo, pero me vi impotente para sacarte adelante en medio de una sociedad que aplastaba la voz de la naturaleza. Mi madre, muerta nada más yo nacer, no podía hacerse cargo de ti. Mi padre, un humilde relojero de oficio tuvo que expatriarse, siendo yo muy pequeño, debido a las amenazas de muerte de un rico militar. Por mis ideas y mis escritos soy perseguido, expulsado de las ciudades, apedreado. Y si aún vivo es gracias al falso nombre de Renou con el que me hago llamar. Mi verdadero nombre es Juan Jacobo Rousseau. El hombre al nacer le cosen en una envoltura; cuando muere, le clavan en un ataúd y mientras tiene figura humana le encadenan nuestras instituciones. Me alegró mucho cuando me dijeron que tienes por oficio ser pastor de cabras. Nuestros primeros maestros son nuestros pies, nuestras manos, nuestros ojos. Reemplazar con libros todo esto es no aprender a pensar, sino a aprender a servirnos de la razón de otros. En la actualidad me gano la vida dando clases particulares de música, aunque lo mío es escribir, pensar. Problemas, calamidades, eso es lo que te esperaba de retenerte conmigo. Te hubieran cambiado hasta tu sangre. A mí me hicieron abjurar incluso hasta de mi fe. Comprendo que tu madre me siga odiando, pero no tuve más remedio que renunciar a su amor por salvar tu vida, tu libertad. Hijo mío, un abrazo muy fuerte.
                                                                 En Ermenonville a 10 de junio de 1778
                                                                 Jean Jacques Rousseau


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