lunes, 25 de agosto de 2014

La mujer de los muslos prietos





Mejor ser agnóstico que ateo. Queda como más ético. En el campo de la ciencia no cabe la credulidad por ser camino vedado al conocimiento. Eso dicen, al menos los enemigos de la intuición y de las corazonadas. El ateísmo se viste con las sotanas de la intransigencia y con los capisayos del entreguismo, al igual que el más enfervorecido de los creyentes. En cuanto a creencias, doctrinas y programas, preferiría situarme al margen de estos calificativos que no hacen a la substancia de las personas. A veces, sólo alimentan el fuego de la contienda. Pero una fuerza interior arrastra a políticos y anarquistas, a todo quisque, y hasta mí mismo, a creer, (o no creer), en algo como camino que nos lleva a lo desconocido, instintiva meta de nuestra connatural esencia. Pues ¡ay que ver lo que cuesta aguantar siempre lo sabido y requeteconocido!

Y así, ahora, mientras escribo, me veo de rodillas delante del altar mayor de las letras, en solemne acto de fe. ¿O acaso escribir no es creer en la resurrección de la carne y en la vida perdurable? Fiel cumplidor de los mandamientos, escribo y amo a mis personajes como a mí mismo.Y resuena en lo más hondo de la recámara, ese lugar sagrado, inviolado y desconocido de mi interior, aquel deseo-oración del Génesis de ser como Dios y poder conocer la belleza en todas sus manifestaciones creadas.

Escribir es renunciar a si mismo cual aconsejan los evangelios, dejarse llevar por el poder milagroso de las palabras, y ser sorprendido por los amores escritos y no estrenados de las mil y una noche.

Ahora mismo, mientras escribo La blusa verde, un pequeño cuento de extraterrestres, yo no soy Blao, sino Cándido, su protagonista, un infeliz, torpemente enamorado de la Petra, la mujer de los muslos prietos y cerrados cual el apargatado del Efeemeí. (FMI)

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