jueves, 25 de septiembre de 2014

Escritor no eficiente




Hay quienes dicen que jamás releen sus escritos. Opekú en cambio, al contrario que Heráclito, se baña a diario en las mismas aguas de sus textos. Enganchado está a sus bodrios como perro a la médula de un hueso, sin soltarse de su zancajo un instante. Así como no hay cabra que se deshaga de sus chotillos, tampoco hay escritor que no se refocile acariciando, tras haberlas parido, la letras de sus mofletes queridos. Pero Opekú se pasa de rosca. Es un redomado manierista, el más beato abejorro de sus creaciones rebuscadas. Mosca cojonera, siempre pegado a sus empalagosos borradores. Los lee, los vuelve a leer, tacha, subraya, anota, modifica tiempos y oraciones, suprime gerundios, sustituye verbos como quien replanta el césped tras un accidentado derbi futbolero. Y al rato, más de lo mismo. Un día volvió tantas veces sobre el mismo párrafo, que los rabos de las vocales cual uñas de gato se le revolvieron diciendo:
¡Rediez, para ya de sobarnos!¿No ves, que las palabras somos, como esas flores que si las manoseas demasiado, se les va su aroma?
Y suspira Opekú desde sus adentros cual ventrílocuo desanimado:
¡Ay cómo envidio a esos pájaros desapegados de su egolatría encarnizada! Tras firmar con el pico su hazaña literaria, al momento alzan el vuelo. Jamás regresan a los mismos sembrados. Surcan confiados nuevos cielos. Su inspiración volatinera los surte de granos en otros prados, otros registros, nuevos mimbres, otras ideas. Escritores con suerte, siempre abiertos a la trascendencia sin puerta de su imaginación andante. En cambio yo aquí arrodillado intentando sacar brillo a unos pliegos de lija basta, cual vil limpiabotas ante la contingencia perimetral de un oficio limitado.
Opekú es un escritor inseguro, y por tanto desconfiado, perfeccionista, pues de la perfección anda falto. Sus letras no tienen la frescura de la espontaneidad siempre prístina, de tan prístina, increada, propia de los dioses. Opekú no cesa de corregirse. El lomo de su cuaderno ennegrecido está de tanto hojeo incesante. Y es que al volver de nuevo sobre sus escritos, siempre encuentra algo que no tuvo en cuenta. Y retorna, retorna, restaurador imposible de su obra. Y así sus escritos al final se parecen al Ecce Homo aquel que las ansias reformadoras de una pintora aficionada destrozaran hace unos años por los cerros de un santuario de Zaragoza.

Y hoy se pregunta el escritor por la insatisfación de sus escritos:
¿A qué se debe esta manía mía de no parar de pulir lo que escribo?
Pues no es regusto ni vanagloria, (aunque lo parezca), lo que Opekú siente al zambullirse en el mismo río de su vanidad plumífera. La respuesta tal vez esté en su propia imperfección, pues no consigue nunca escribir lo que quiere. Siempre vuelve a su cuaderno y encuentra las palabras de otra manera. ¡No, no es eso lo que yo escribí. Y son sus mismas palabras las que le llevan ahora a otros escenarios, otros conceptos, otras historias. Y así anda mareado. Juegan con él sus escritos. De ahí su locura, sus variaciones inacabadas, nuevos giros, intentos inútiles en busca de lo que busca. Y las mismas palabras que con tanto acierto encontró antes, le dicen ahora que anda equivocado, que la meta de la escritura no es el hallazgo, sino la propia búsqueda. La escritura no es una revelación, sino un salto en el vacío.

Opekú por tanto así, en el abismo confuso de sus escritos, se siente abocado al trascendentalismo, única salida, solución no inteligente, solución estúpida e imbécil al deseo de querer ajustar las palabras, de por sí, desajustadas. Se evade, huye hacia las alturas como los escritores de renombre. No sabe Opekú que el norte no está arriba, en la superstructura, sino abajo, en los cimientos. Trascender y perderse es lo mismo. Las palabras no tienen límites, son trascendentales por naturaleza, por eso se le escapan al escritor de manera tan esquiva. Y perdido anda en la nebulosa de unas palabras que cambian de cara, de color y de humor, como esos minerales que se tiñen de azul o rojo según salga el sol o lluevan otoños. No es él el equivocado, son las palabras.

Los hay a quienes les ceban sus virtudes, a Opekú en cambio le engorda el vicio de ser un escritor no eficiente, en su sentido metafísico, la imperfección de creer en las palabras como único sistema de entendimiento. 

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