domingo, 2 de noviembre de 2014

El tambor de la nieta





Luna creciente. Medio anillo apenas. El tenue filo de una daga sobre la carne amoratada de la tarde por el puerto de la Mora. Huye el ocaso de las iras de un cielo loco, amenazador y esquivo. Triste el bello atardecer sobre los cármenes de Granada.

El otro día, Rubén Castillo, en la presentación de su último libro Anillo de Moebius, decía que cada sustantivo tiene un adjetivo único, exclusivo; y no otro. Pero por más vueltas que le doy al cubilete de los adjetivos no encuentro para esta tarde cárdena sambenito que defina con justicia la sangría de su pena. Camino vamos de la uci del hospital Ruiz de Alda. Allí nos espera con el sudor frío la muerte del abuelo.

El día antes, el abuelo le dice a la muerte que dilate por unas horas su deceso. Y para convencer a la Parca, insiste el hombre, ya casi con con un pie en el estribo de la otra orilla:
Un asunto pendiente me queda antes de dejar este mundo.
La muerte, que nunca suele conceder tiempo fuera del tiempo, al ver en los ojos del abuelo la piedad, la inocencia de su humilde ruego, le dice al hombre ya en capilla:
No suelo alargar la vida de mis clientes. Hoy es tu día. Asunto muy serio ha de ser para solicitar una prórroga. La vida es como la luz, te la cortan cuando dejas de pagar su factura. Y tu, buen hombre, has pagado ya con creces las tuyas. Pero, dime, ¿qué es lo que urge para demandar más tiempo fuera de tu tiempo reglado?
Nada que no tenga remedio, -responde el abuelo. Si ha de ser ahora el día señalado para atravesar las puertas del conocimiento y su verdad, ¡pues sea! Yo no soy quien para oponerme al destino. Ayer mismo me despedí de los míos, diciéndoles de corazón que les quiero y que siempre les querré allá donde quiera que me encuentre. Así que, amén. Hágase como quieras. Mejor cruzar los mares de Estigia de buen grado, no vaya a ser que mi insurrección soliviante vuestra santa paciencia. Pues he visto yo florecer naranjos engreídos en otoño para perecer calcinados y a deshoras un día después por la inclemencia de un tiempo atolondrado.
A tenor de estas sabias palabras, la muerte ve que la espiga de quien así le suplica ya está dorada para la cosecha. Con todo, tiene curiosidad por saber que querría resolver este hombre antes de cruzar las puertas del misterio:
Dime, hombre virtuoso y prudente, ¿cuál importante es ese asunto que merezca retrasar la hora de tu fallecimiento?
Al abuelo le da vergüenza ahora desvelar lo que le embarga. Duda de su relevancia. Tan sólo acierta a susurrarle a la muerte:
Yo tan sólo hubiese querido comprarle a mi nieta un tambor para que la pequeña marcara con gracia el ritmo de los días.
Y así la muerte, compadecida por la sinceridad de las palabras del abuelo, le dice al hombre:
¡Anda, ve, aún tienes tiempo!
Y hoy, una semana después de marcharse definitivamente el abuelo, llega hasta mis oídos entristecidos el socorrido acorde de una niña tocando un tambor con sus alegres palillos.


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