martes, 4 de noviembre de 2014

Quisiste ser montaña




Ayer tarde te sorprendiste desintegrado en la nada de tu cuerpo. En el calor de la tarde, saliste a la terraza a respirar el silencio que desde la sierra viene a visitarte como amigo entrañable casi todas las tardes. Tu vista se clavó como una saeta en el pequeño y lejano círculo de su objetivo, en el pico más alto del Morrón de Espuña. Poco a poco, el blanco de la diana de tus ojos desapareció hasta confundirse con el gris de la distancia que todo lo emborrona. Quisiste escalar mi cima. No pudiste sujetar en las hendiduras de la roca las clavijas de tu ascenso. Quedaste suspendido en el vacío, donde se desfiguran las formas, y aniquiladas son las esencias. Te enredaste en los pliegues de mi burbujeante falda silvestre y verde. Reducido quedó el espacio a la inexpresiva ambigüedad de un lienzo sin luz ni color, sobre el que trataste dibujar, sin conseguirlo, tu propia imagen. La imposibilidad de aunar soporte (espacio) y herramienta (voluntad) fue el veredicto inapelable de tu propio linchamiento. Sobre fondo negro, imposible pintar con carbón. El ceniza macilento de tu figura, superpuesto en el macilento ceniza del panorama, disolvió tu cuerpo, como diluido queda en un vaso de leche el blanco jarabe con el que engañamos el resfriado de un niño. Lo que yo ya no sé, si fue el universo entero el que se acopló a ti, o fueras, tal vez tu, el que absorbido quedó por la turbulencia plomiza que todo en un instante lo tiñó de sombras.

Más que visión, fue sensación lo que viviste ayer tarde sentado a la puerta de tu casa, mientras que sin hacer nada dejabas que la brisa húmeda masajeara con el aceite de su quietud tus inquietas sensaciones de desintegración, desdoblamiento, caldo disuelto de contradicciones avenidas en el nirvana tonto y poético, místico, holístico y rancio de las alucinaciones al uso. El instante más veloz puede durar más que una eternidad, y mil años de gloria de repente se tornan en un infierno. No es el tiempo la medida exacta para calibrar este tipo de percepciones, como tampoco el gozo o el dolor son nociones que lo definen. Simplemente tienen lugar, y su constatación al margen está de las categorías clásicas (materia, lugar, causa, hora,...), que determinan la existencia.

Para mejor darte cuenta de lo que sentías en ese momento te miraste con detalle. Querías convencerte que todo se debía a una esotérica visión. Realmente tu cuerpo era mi cuerpo, tus manos, las mías; tu cara era la de siempre. Pero tu aliento ya no era propiedad exclusiva de tu respiración, ni tu aire, ni tu compostura eran la de siempre. Fuiste por un momento eterno nube, yo, montaña, pino y nada.

Te viste a ti mismo con mis maneras, semblante y parecido. Tus brazos eran realmente los tuyos, pero con la tersura reluciente de los míos; tus pies eran los tuyos, pero con la elegancia seductora de mis andares firmes; tu pecho el mío, pero con mis jadeos de amor apasionado. Seguías teniendo tus propios hombros, pero con la horizontalidad estilística del armazón de mis clavículas insinuantes. La sutileza de mis años jóvenes aliviaban tus espaldas hundidas. Tu peso eran mis alas. Tu seguías teniendo el mismo marrón de ojos; pero tu mirada era el azul de mi cielo. Tuyo era el vello negro y astilloso de tus brazos, acariciados por el embriagante rubio de los míos. Esta posesión no duró mucho ni poco, sólo el tiempo justo para darte cuenta que entre nosotros se había establecido un vínculo, una complicidad, una transmutación deseada, pero no aconsejable. Te confundió el amor. Quisiste ser montaña, y dejaste ser tu mismo.

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