miércoles, 7 de enero de 2015

Tu no eres mi Lázaro



Sé por otras veces del poder de tu palabra más allá del banal contexto y de los días de panes y peces al pie del monte de las bienaventuranzas. Tu palabra siempre festín y vida, homologada por el talismán de la bondad y acrisolada por la verdad de la ultratumba.

Pero hoy a toda costa quiero, no que me hables, quiero simplemente que me oigas allá donde te encuentres, vivo o muerto, desde tu apogeo o desde tu cadalso. Para el caso es lo mismo. Esta pobre mujer ya no volverá a ver a su hijo. Con todo, necesito hablarte desde la paranoia de no saber a quien me dirijo, si a su padre, a la madre naturaleza o a mi hijo.

De niña siempre tu palabra llenó cada rincón de mi casa. Tu palabra calmaba el llanto de mis muñecas, inundaba de colorido las flores de los tiestos. Perfumaba el más nauseabundo de los olores. Tu palabra se apoderaba del sentido de las cosas. Hasta los cangrejos y el dolor me sonreían cuando tu boca aprobaba el amor o el sufrimiento. Tu palabra llenaba la tierra, el mar y el aire. Tanto y tanto tu palabra lo llenaba todo, que no había sitio para otra cosa, que no fuera la voz de mi hijo. No es que no valieran los otros clamores del mundo, otros hijos, otros Lázaros, sino que tanto mi hablar, como el mugir de las vacas, inmersos estaban en tu palabra omnipresente.

Y este yo desoído, que habita en mi esta tarde que anochece, está harto de palabras de vida eterna, necesita un interlocutor atento y competente, alguien de carne y alma que me escuche. No como quien oye llover con sus orejas enterradas, crucificadas en un barranco de calaveras, sino como quien sabe entender el dolor inexplicable, el amor adolorido. A quienes mi sufrir les cuento, ninguno puede consolarme. Sus tímpanos son caracolas agujereadas por donde se escurre el bramar del bosque, la confusión del oleaje y el sin sentido de los delfines sin alas. Por eso, oh Señor, Hijo o Padre o como quieras que te llamen, desde el tejado mojado de esta tarde que llueve ausencias y tristezas quiero que te calles, quiero que me escuches.

Nada tengo que ver contigo. Y sin ser tu mi padre, ni mi madre, ni mi esposo, mi interior confundido delira por tu presencia como el salmón que al final vuelve a su origen. El que tú seas ahora la Nada o el Todo, otro absolutismo más que no entiendo. Dicho de manera irrespetuosa: si acaso fueras Dios, tampoco me importarías. Ya ves que no es la razón la que me lleva a hablarte. Es el dolor, mi sentimiento. La piedra milenaria configurada es por el aire que la moldea, pero la piedra no es el aire. En la estructura molecular de un guijarro no anida el oxígeno ni el aliento. Tu eres aire y yo soy piedra molida por la falta de un no sé qué te necesito.

Le hablo a los árboles, grito a los montes, canto al agua y al vino, al hombre y a los niños. Pero nadie me escucha. No encuentro oídos despiertos. ¿Acaso todo el mundo es sordo y pasa de mis palabras como de una loca que habla con las nubes, el viento, con su hijo muerto entre los brazos por el huerto de los olivos? Necesito ser escuchada por alguien en particular, aunque sea un cristo de escayola. Escucha la lluvia a la tierra sedienta, escuchan los pájaros el amanecer, los gatos a la luna cuando sigilosa se baña en el río. Escúchame tu al menos, aunque seas otro dios fundido en un dios revelador e inútil. A veces resultas tan consolador que pareces necesario. Como si te sintiera vivo; pero mi razón te sabe muerto.

A nadie le diré por orgullo y coherencia, que estoy ante ti de rodillas como una imbécil ¡Años que no rezaba! Veo llover y observo todos los objetos que me rodean entristecidos, humedecidos por el llanto del agua. Y esta es la pena que siento, ver como la lluvia arrastra a todos los hijos del mundo como broza por el sumidero del tiempo. Cuando la vida se comporta de manera tan cruel y arranca un hijo de las entrañas de su madre ¿deberé aún permanecer callada y no contar a nadie lo que me pasa?

Por ultimo, quienquiera que seas o no seas, no quiero, que me respondas, calla. De sobra me sé tu contestación amañada y santa. Déjame sólo que te diga:
Tu no eres mi Lázaro ni el Señor que lo resucitara.

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