jueves, 16 de abril de 2015

Vigilate




Vigilate itaque quia nescitis diem neque horam (Mateo 25:13)


Sé yo de alguien que consiguió burlar a la muerte. No me refiero a esos Lázaros que cual Alejandro
Magno lograron rescatar de las mismísimas tragaderas del Hades a la sombra descabritada de su caballo.

Hablo de una apenada viuda imaginada. Ella, aunque inexistente tal vez, gracias a su estratagema, aún siga viva por las páginas de un cuento. Yo en cambio, aún existiendo, bocado soy de la nada, poco a poco digerido por el correr del tiempo. La sombra de mi viejo penco fagocitado me arrastra por carriles cada vez más veloces y de turbios soles encapotados.

El dato lo recogí de un cuento que leí en tiempos en que yo preocupado andaba por el vivir del ahora. Creía que ese ahora que disfrutar quería era el mismo instante eterno del fluir de un río interminable e inmenso.

El cuento al que me refiero (Antología Adeshoras. José María Merino), contaba las mañas de una vieja que se resistía a ser devorada por las fauces de la muerte que recientemente se había embuchado la vida del pobre de su marido. Y como ella viese rasuradas las barbas de su esposo, no quiso poner las suyas a remojo, sino que llenó de relojes toda la casa. Tenia cientos: distribuidos por la cocina, el baño, el dormitorio, el corral. Y hasta tenía uno debajo del catre, sitio este preferido, desde donde acostumbra la muerte a lanzarse contra su desprevenido cliente de turno. Y cada uno de estos relojes marcaba a propósito una hora desatinada y distinta.

El nieto que a la sazón vivía con la abuela, andaba muy confuso. Tan confuso que trasegaba la cena con el desayuno. Siempre cumplía a destiempo con sus responsabilidades escolares. Unas veces llegaba al colegio terminadas las clases; y otras, llegaba tres horas antes de que empezasen.

Así que loco el nieto por ver tantas saetas desparejas, le dijo un día a la abuela que pusiera fin a tal desaguisado horario. Y fue así que la abuela le respondió al nieto:
Niño, déjame hacer, que yo sé lo que me hago.
No es menester decir que lo que la abuela quería era despistar a la muerte. Y decía para ella:
Si a mi Benito se lo llevó la muerte a las Puertas de Plutón a las cinco de la tarde, a mi a ninguna hora podrá llevarme, pues nunca ha de saber esta impostora cual ha de ser la hora de mi llegada a tan horrendo lugar.

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