martes, 14 de julio de 2015

A la luz de una sonrisa




Década de los sesenta. Los rayos del sol acuchillan las espaldas de una colla de obreros. Carretillas de cemento humean sudor y camaradería alrededor de montones de arena y vigas de hierro. Picos, palas y garbillos en manos descarnadas son súplicas de un jornal escaso al brillo de un brindis de copas vacías. La cántara de agua a la sombra de una pila de bloques no para de correr de galillo en galillo. Juan y Antonio se conocen en esta obra abierta en canal en sus cimientos cual animal presto a ser inmolado. Se trata de levantar un nuevo templo en Azulada. Quiere el cura llamar San José Obrero a esta iglesia en construcción en la otra punta del pueblo conforme se va a la estación del chicharra. En tiempos de nacionalcatolicismos y dictaduras, nombre tan subversivo no es el apropiado para un Patriarca de la Iglesia. Decide pues el párroco, un tal don Joaquín Guillamón, cambiar la advocación de obrero por artesano para espantar las sospechas de los meapilas de la Curia. Las horas extraordinarias que en esta obra se echan, no se cobran, son, a requerimiento de este reverendo, el gratuito estipendio de los trabajadores a favor del carpintero que lo fuera de aquel Nazareth de Galilea.

Juan, el peón, arrima ladrillos, prepara el hormigón. Antonio es el oficial, subido en el andamio, levanta la pared central del altar mayor. Antonio se caga en la hostia cada vez que Juan se retrasa con el material, pero el alma de Antonio es limpia e inocente como la misma patena. Eso sí, el muchacho es fuerte como un mulo, noblote y confiado, pero un poco extraño y retraído. Muy bueno para las destrezas, escarchas e insolaciones del duro oficio, pero un tanto lento para las resoluciones de cabeza. Desde entonces viene la amistad de Juan y Antonio. Luego, sus vidas correrán caminos distintos. Juan marcha a la capital en pos de un mejor destino sin tanto tufo a grava, arena y yeso. Y Antonio, de pronto, movido tal vez por estar cerca de lugar tan sagrado, cosa inesperada en joven tan terrenal y vitalista, siente la necesidad de meterse a fraile.

Nunca Juan comprendió la súbita vocación de Antonio. De albañil a eremita de tomo y lomo. Pero el prior no aprueba las aspiraciones de Antonio, piensa que las razones del novicio para escoger aquel medio de vida se deben más bien a un apaño personal: esconder sus raras maneras dentro de la celda de un cenobio. Su superior piensa que si Antonio, por su carácter extraño, tiene problemas para desenvolverse en el mundo, mayores serán sus dificultades en la vida monástica.

Antonio es expulsado del convento, consigue, gracias a la mediación del cura de San José Artesano, el puesto de guardián del santuario de la Virgen de Azulada. Desde este humilde peldaño de menor cuantía, donde el latín, la teología, y el sano juicio no son requisito para lograr la unión con Dios, intenta Antonio cumplir religiosamente su nueva misión para la que no precisa del trivium, ni del cuatrivium, ni retener en su mollera las reglas de san Benito, así como tampoco cumplir con el reglamento de la estricta observancia. Saber rezar el rosario, leer la sabatina, hacer escobas, ayudar a misa y tocar las campanas le basta para alcanzar el cielo.

¿De por qué Antonio optó por este oficio de santero? Juan no tiene ni idea. Siempre respetó la actitud del amigo. Tampoco sabe Juan qué puede haber en una amistad que, sin tener nada en común, el lazo que une a los amigos es indisoluble.

Hace más de siete años que Juan no ve a su amigo. La verdad es que, a estas alturas de su memoria grifada, Juan no recuerda bien si son siete o setenta veces siete los años que no ha visto a Antonio. Cada vez que Juan va a Azulada acostumbra hacer una visita al amigo. Conoce a este hombre desde que ambos coincidieran como albañiles en la parroquia de san José Artesano, aquellos meses del verano de los sesenta en el pueblo de Azulada.

Desde que le dijeron que Antonio está ingresado en el Asilo de ancianos, Juan lleva meses queriendo ir a ver a su antiguo compañero de peonadas tórridas y sedientas. De hoy no pasa –se dice esta mañana. La piedad dormida en Juan vuelve a refrescar su memoria. Y recuerda que a su amigo le encantaban el vuelo de las palomas, la sonrisa de los pájaros con su piar al alba, la soledad y el aire libre copulando por los alrededores del pequeño campo, su porciúncula reveladora, donde a las afueras del pueblo vivía en compañía de cuatro gallinas, los caracoles, el romero, el silbar de los árboles y un par de cabras. Nadie en esta vida puede seguir vivo sin estar apegado a algo, aunque sea a una piedra, una maceta o a un perro. Y Antonio estaba apegado al canto de las criaturas: al sol, la luna, las estrellas, el viento, el fuego, la noche, las flores y las hierbas.

Y cae ahora Juan en la cuenta que la soledad y el aire libre de la naturaleza al abrazarse enamorados tal vez fuesen el lazo que en su juventud uniera a los dos amigos.

Otras veces vino Juan a Azulada. No se marchaba del pueblo sin subir al santuario y visitar al amigo. Unas veces lo encontraba barriendo la iglesia, enseñando el camarín de la Virgen a unos visitantes, leyendo cualquier libro viejo de oraciones; y cuando no: haciendo esteras, baleos y caracoleras de esparto. Recuerda que en una de estas visitas sorprendió al amigo en plena discusión con una pareja de jóvenes, unos novios, que habiéndose casado sólo por lo civil, subieron al santuario a ofrecer el ramo de la boda a la Virgen. Antonio se negaba a que la pareja dejara a los pies de la Patrona de Azulada su ofrenda de rosas blancas.

Hay quienes presumen de ser amigos de un ministro, un nóbel, un académico, o simplemente de hacerse una foto con un torero o una cantante. Juan está orgulloso de conservar aún la amistad con Antonio, una persona anónima, sencilla, un sentimental de cojones y a la vez cazurro como un animal, noble como un caballo, tímido como una salamanquesa y transparente como el cristal. Y emprende viaje a Azulada, quiere acortar distancias, sorprender al amigo con un regalo. Hace meses que compró para él una versión impresa en piel de oveja del Cántico de las Criaturas.

Y llega Juan cargado con su petulancia compasiva al Asilo de los Desamparados, donde Antonio permanece ingresado. Está ansioso en desplegar su amistad desinteresada ante un hombre de quien no espera nada, tan sólo su abrazo. Al portero de la Residencia le pregunta por Antonio, el que fuera albañil de san José Artesano y guardián del santuario de Azulada.
Pasa, ahí sentado está en el pasillo.
Atraviesa Juan un pequeño andén que da acceso al comedor. Es la hora de la cena. Varios ancianos se pasean, unos en su silla de ruedas, otros sentados aguardan. Juan detiene su mirada delante de cada uno. No reconoce a Antonio. Vuelve a preguntar a una cuidadora. La mujer coje de la mano a Juan, lo lleva delante de quien sentado en un sillón dormita cabizbajo y eleva la voz:
¡Antonio, tienes visita!
Juan, frente al hombre que al reclamo de la cuidadora levanta ahora la cabeza, mira con recelo y duda sostenida la cara de quien no se acuerda. No viene a su memoria la antigua fisonomía del amigo. Si Juan no reconoce a Antonio, éste, aún menos recuerda a quien ahora tiene delante. Juan arruga sus ojos como manos que quieren del río mítico de la vida sacar el oro que necesitan, rescatar una amistad que se le resiste. Antonio estira sus labios, deja escapar de su boca una alegre mueca de reconocimiento agradecido. Y es entonces, a la luz de esta sonrisa de Antonio, cuando Juan reconoce por fin a quien fuera su compañero de andamio y fatigas en aquella iglesia de la Azulada de los sesenta.

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