miércoles, 29 de julio de 2015

Agencia del Tiempo





Y dijo Adán, al igual que J. L. Borges, cuando fue creado por aquel Dios que lo engendrara y lo convirtiera en un libro de hojas bordes y perecederas: Me duele una mujer en todo el cuerpo. (Opekú)


Ayer fui al Banco del Tiempo. Me dirigí a la chica vestida de azul interino que cuadraba su imperecedero rostro en el justo centro de la ventanilla de Información. Y al ver ella mi cara cansada, mis brazos caídos, mi espalda de dromedario con sus esperanzas corcovadas, antes que yo abriera la boca, me dijo:
Sé lo que usted quiere y busca. ¡Vaya a la mesa 7!
Allí me extrañó ver a un muchacho, tan sólo tendría 17 años, pero con el mismo rictus fatigoso que mi cara acartonada. El mirar de sus ojos apresurados al futuro era el mismo mirar de mis ojos estancados en el pasado. Más que aguardar cola, su cuerpo tirado estaba sobre un mostrador de granito insobornable. Después de ser despachado, me tocó el turno. El señor responsable de aquella sección muy amablemente me dijo, mientras cerraba en el ordenador la operación anterior:
Usted dirá.
No sé, tal vez, me haya equivocado y no sea éste el lugar para gestionar la solicitud que hasta aquí me ha traído.
Creo que está usted en el sitio correcto. El caso del muchacho que le ha precedido, aunque no lo parezca, es tan parecido al suyo que diría que son la misma persona. En concreto, el joven, que a usted le ha llevado a engaño, ha venido expresamente a cancelar el compromiso de vida que tenía firmado con nosotros. Ha retirado todo el saldo que tenía concedido y acumulado en nuestro banco. Suicidio vital llamamos nosotros a este tipo de operación. No se alarme, señor, nuestra crueldad no llega a tanto. El muchacho ha decidido unilateralmente dilapidar de una sola vez sus sesenta años de vida que aún le restan. Pero hablemos más bien de lo que usted le preocupa. ¿En qué puedo ayudarle?
Aquel hombre con su predisposición refinada, su corbata impecable, recién afeitado, sus cejas depiladas y sus manos de cera virgen, me pareció más bien un embalsamador de momias vivientes. En aquella oficina todo olía a museo cuyas telarañas los servicios de limpieza se encargaban de quitar cada mañana con el almidonado abrillantador de la extratemporalidad más impoluta.
Quisiera un aval para andar tan sólo una hora por las calles de una ciudad en la que viví mis años mozos, allá por los setenta de una primavera de alondras y mariposas cuyo volar cimbreaba sobre los relojes lentos de las iglesias y ayuntamientos.
El hombre maniquí, sin apartar sus ojos momificados del plasma celeste de un monitor sabio y todopoderoso, tecleó unos segundos el número de mi tarjeta. Luego me miró como lo hace un perro cada atardecer cuando su amo va a llevarle la comida:
Veamos. El coste de una hora, según su base imponible, cargas e intereses y teniendo en cuenta su edad, sesenta años cumplidos, asciende a un descuento en su capital vitalicio...
¿De qué cantidad estamos hablando, -le interrumpí, al ver que el hombre me liaba con la letra pequeña de su turbia aclaración.
Depende de las variantes y las posibilidades relativas del cliente en cuestión. Cuantificar en cifras el coste de esta operación no es fácil. Unos, salen ganando. Gracias a este servicio han podido rehacer su vida. Otros en cambio, víctimas de su ansiedad existencial, como el muchacho al que antes me he referido, la prisa por el disfrute rápido, instantáneo y concentrado de sus años dará con ellos en la estacada. 
Tantas eran mis ganas de volver a transitar, aunque sólo fuese una hora, por las calles de mi juventud, que firmé el contrato con la Agencia del Tiempo. El hombre, tras estampar también su firma, me dijo con ese tono acaramelado de quien tiene la sartén de nuestros días por el mango:
El recuerdo, así como regresar al pasado, puede resultar a veces mortal, como aquel que vuelve a donde nunca estuvo y se queda allí atrapado en la red estéril de su triste memoria
No llegué a comprender el sentido de las palabras últimas del empleado. Ya en el activo y con el aval del banco en mi poder, me dispuse a disfrutar de la hora concedida.

El primer minuto fue para ir a ver a una chica que en mi adolescencia quise tener por novia y no pude. Con mis diecisiete años otra vez cumplidos quise aprovechar ahora este instante que la Agencia del Tiempo me concedía para reconquistarla de nuevo. Aquella muchacha la había llevado yo en mi cuerpo durante toda la vida como una herida sin cerrar. Este era el momento para ir a su casa y restañar aquel dolor que yo traía allá desde los setenta cuando la vi por primera vez. Crucé apresurado la calle Almenara, a la altura con la del Pintor Sobejano. Un coche me tiró al suelo. Otros dijeron que fui yo el que me lancé voluntariamente sobre sus ruedas. Y perdí la vida en aquel empeño fallido de intentar recuperar lo que el tiempo ya otra vez me había quitado.


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