martes, 10 de noviembre de 2015

Amor gaseoso



Ya están en la Fuente Clara. Los jóvenes han dejado sus bicicletas junto a los chopos del partidor. La fuente colma de agua a un pueblo desparramado sobre el verde de las faldas de la sierra. Las burbujas de arena que el agua empuja son diminutas, minúsculos globos de aire, que asoman limpias y despacio. El estanque muestra su cristalina cavidad gozosa. El agua nace sin gritos ni espasmos desde la piedra parturienta. El nacimiento y los tejados rojos de las casas viejas besan la tarde. El atardecer y el agua se recrean y comparten su fluida calma con los dos jóvenes que han detenido su paseo en la parte más alta del monte. Las chicharras, el viento y las comadrejas apagan sus voces; desde sus escondites son testigos silenciosos de una declaración de amor. Las hojas plateadas de los álamos reflejan su amarillo sobre la cara relampagueante del muchacho y la muchacha. El sol tibio ribetea ardiente los dos cuerpos en cuyo interior sus corazones bombean acalorados la sangre que los enciende. El aire envuelve el temblor de sus respiraciones sobresaltadas.

En este momento un grupo de extrañas aves se dirige al sur. Miran de soslayo a la pareja sin querer interrumpirla, pero es tan apetecible este paraje, que la que hace de guía decide pararse en las puntas del más grande de los álamos que bordean la fuente. Estos pajarracos provistos de una gran pico afilado, una vez acomodados y camuflados, se embelesan escuchando el eco tímido de la voz del muchacho que rompe el lento manar del agua:
Desde que perdí mis ojos y los guardé en tu regazo, no puedo dormir. Ya se que no soy nada original, pero no encuentro otra manera de decir que te quiero. Y si tengo la suerte de que no rechaces mi amor, te ruego que te dispongas a participar en esta sencilla ceremonia de nuestro mutuo compromiso para así lograr recobrar mi sueño.
El joven toma con dulzura las manos de la muchacha. Coge del bolsillo posterior de su mochila una minúscula cajita de plata en cuyo interior se deja ver un inmaculado trozo de lino blanco. Sus palabras resuenan bajo la bóveda sagrada de la catedral del cielo:
Una gota de tu sangre se ha de mezclar con la mía. Las dos formarán una sola gota. Yo seré tuyo y tú serás mía.
En el estuche, en una pequeña funda de plástico esterilizado, hay también dos pequeños alfileres, dos diminutas dagas coronadas, que en su puño cada una lleva su respectiva perla de color: una azul y la otra verde. Con la misma unción y majestuosidad con la que hasta ahora el joven se ha comportado, coge el alfiler rematado en verde y sin pestañear, apretándose la yema de su dedo corazón, de un golpe seco, aguijonea con la aguja el extremo carnoso de la punta de su dedo. Una gruesa gota de sangre mancha el lino extendido en aros concéntricos, al igual que las burbujas del estanque que salen a la superficie librándose de la presión que las sepulta. La marca sanguinolenta se agranda poco a poco hasta dibujar sobre el delicado trozo de gasa un corazón emborronado.

La mancha de sangre rezuma vigor y masculinidad, el brillo de su rojo enardecido pronto se colorea con el ocre de las hojas de los álamos. Una pequeña brisa se despereza suave. El muchacho, al ver el silencio conmovido de su amiga, piensa que el ritual está ya en su cenit. Toma el otro alfiler, el rematado con la gema verde, y antes de que la gota de su sangre se coagule estéril, coge la mano derecha de ella, al tiempo que le pincha en su dedo anular. El agua de la fuente gime contenida. Es tan grande y gaseoso el amor de la muchacha que no puede contener su fuerza, su pasión se le escapa, no cabe en la minúscula caja del joven. Gaseoso también es el humo que asciende y se enardece queriéndose igualar con los cipreses, pero no se consolida en nada. Tal vez sepa la joven que cuesta menos y es más fácil amar al género humano en su totalidad que querer a un ser individual, de carne y hueso, con sus aciertos y errores, verle diariamente deambular por las habitaciones del domicilio conyugal y comer con él año tras año del mismo pan.

La muchacha se aleja ahora unos pasos del joven, y subida en el pilón de piedra que marca la mayor altura de este monte, antes que su sangre se junte en el lino con la del joven, sacude su dedo ensangrentado hacia el espacio diciendo solemne:
La sangre que corre por mis venas es vino sagrado que solo los dioses del infinito han de beber.
De pronto la muchacha es golpeada en la cabeza por una de las aves que presenciaban la escena, y cae desplomada. En un instante todo su cuerpo es rodeado por las demás aves que beben su sangre. Y antes que su cuerpo quede vacío como un odre seco, aún le da tiempo a decir:
¡Que mi sangre sea fecundada por las corrientes del agua y del aire que surcan estas sierras y laderas hasta llegar a la culminación del horizonte. Que mi sangre regenere, se confunda y sea saciado alimento de toda la humanidad en su conjunto!
El agua mientras tanto sigue atenta su curso monte abajo, deteniéndose ahora alrededor de un pequeño arbusto, olvidándose de su universal compromiso de colmar la sed de todo un pueblo.

1 comentario:

  1. ¡Como relatas situaciones reales que parecen un sueño, una fantasia! Me ha encantado, Juan. Muchas gracias por estos regalicos. Besos,.

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