martes, 17 de noviembre de 2015

Conciencia enquistada en la tierra que no se desmorona







La conocí aquella tarde de otoño cálido en la que mis amigos Faustina Bermejo y Antonio Hernández Carrasco me la presentaron en el Centro Las Claras de Murcia. Ya había oído yo hablar de Platero, de Zenobia, de Espacio, pero nunca había sabido de los amores de Marga Gil con el poeta del Dios deseado y deseante, con el autor de la Soledad Sonora, aquel poeta interior que dijera cuando más solos estamos más intensamente nos comprendemos.

Recuerdo que aquel jueves de noviembre Marga llevaba el alma fuera, el cuerpo dentro. Me quedé enredado en su mirada atrevida y joven que, desde el estrado luminoso de la pantalla, proyectaba sobre mi sombreado rostro una pregunta. Mi vida siempre llena de interrogantes sin cuajar, preguntas sin contestar, pero todas ellas llenas de sentido:
¿Por qué no se daría cuenta el poeta que aquella joven muchacha estaba locamente colada por sus huesos?
Los ojos grises de Marga Gil se consumen por el marido de su amiga Zenobia. ¿Tan dentro de sí miraría el poeta, que no se enteraba del impulso y el vigor de la belleza de Marga? Tan enamorado está Juan Ramón de su mujer que no se apresura a leer la esquela que la joven escultora con tanta vehemencia acaba de dejarle en el rellano de su vivienda de la calle Padilla de Madrid:
"Y es que... Ya no quiero vivir sin ti ... no... ya no puedo vivir sin ti... tú, como sí puedes vivir sin mí... debes vivir sin mí (...) Mi amor es infinito!... La muerte es... infinita... el mar es infinito... la soledad infinita...".
¿Por qué, Juan Ramón, te abismas tanto? ¡Siempre serio y triste como un ciprés, ensimismado y reconcentrado en ti mismo! ¡Eres capaz de recrear dentro de ti el mundo entero, la nada, los árboles, la madrugada, el mar, la luna, el fuego, los chopos, la amapola... y no te das cuenta de la hermosura que tienes delante de las narices! ¿Acaso no llegan a tus oídos los estertores finales de una belleza estrangulada? Si hubieras abierto el sobre que Marga te ha hecho llegar hace un momento, a ella no le hubiera dado tiempo a suicidarse. Sobre el aparador de roble del salón dejas sin abrir el sobre de Marga, junto al busto de Zenobia, esa escultura que la misma Marga hiciera a tu mujer. Allí quedan frente a frente las dos mujeres, una en papel mojado, la otra en barro amañado, la niña y tu esposa, escultora y traductora, la madurez y el brío, la sensatez y el instinto, las dos te quieren a rabiar.

Poco después Marga se pega un tiro en la sien derecha con la pistola del abuelo. Su cuerpo inerte, tendido sobre la tierra forma con la arcilla de su creación destruida la realidad invisible de su obra reaparecida. Y en el corazón del poeta brota una flor de dudas eternas, transparentes:
Estoy viendo ascender la rosa que dijiste,
caliente, entre la luz mayor y, a un tiempo, fresca.
Verano y sol aquí encima, sin ti.
un eco frío y una pompa seca.
No soy yo quien para entrar en los asuntos sentimentales de nadie, y menos culpar a un Nobel que supo él mismo reconocer de alguna manera su responsabilidad en el trance luctuoso de Marga Gil:
Que hayas encontrado bajo la tierra el descanso y el sueño, el gusto que no encontraste en la tierra. Descansa en paz, en la paz que no supimos darte, Marga querida.
Cualquier hombre instalado en su celebridad viril y narcisista, puede que no entienda, que no sepa leer el vértigo de unos ojos encendidos que llevan en su lumbre la pasión exacerbada de un amor joven y enloquecido. Lo admito. Pero si Juan Ramón hubiese abierto aquella mañana aquel sobre en el momento en que se le entregó, tal vez hoy los amantes de la belleza seguiríamos deleitándonos con el granito y la piedra de las esculturas de Marga Gil Roësset: conciencia enquistada en la tierra que no se desmorona.

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