martes, 24 de noviembre de 2015

Juego de nubes




Juegan los jóvenes a darle nombre a las nubes. Algodones desparramados hacen cabriolas por el cielo revuelto en una tarde otoñal de pellas. Y al igual que un curioso, sentado ocioso en el banco del parque, cura su aburrimiento tratando de adivinar la profesión de los viandantes, así los jóvenes juegan a poner nombre a las nubes según su forma.

Han dejado plantada a la profe de historia. El pasado para ellos no cuenta. Prefieren escamotear la fuente de su destino: no parecerse a Calixto y Melibea, no ser devorados por la muerte de la inocencia. Cuesta abajo, por los sotos de la hijuela se dirigen tímidos y pudorosos a la ribera del río. La joven descansa su espalda sobre uno de los chopos que se asombra de ver como se pierde el agua tras el recodo del molino de la luz. La morena cabeza del zagal reposa sobre el regazo de la muchacha. Sus miradas cubren la totalidad del firmamento. Y cual aquel otro hacedor del mundo se sienten los dos creadores del universo identificando a cada nube con cualquier cosa posible.

El jubilado del jardín se entretenía diciendo que aquel, por sus pasos firmes y decididos, era bombero; y este otro, militar, por sus brazos a ritmo campanado; y aquel, electricista, por su cuello estirado; y este otro, camionero, por su abultada barriga; y aquella rapaza lozana que ahora pisa el proscenio de su voluptuosa mirada, le recuerda a su mujer, la que murió hace años por primavera. Los jóvenes en esta tarde de novillos, avergonzados de hablar de lo que realmente los dos en el fondo desean, disimulan sus quereres y su esencia en este subliminal entretenimiento de conferir a las nubes sus más sinceros anhelos, de transportar allá arriba su terrenal existencia.

Esa es un cisne-dice la muchacha. Aquella un caballo -dice el joven. La de más allá, esa que tiene unas cresta grillada se parece al director del Instituto. Esta del peinado suelto, la que ahora besa al ciprés se parece... Y deja el muchacho esta frase en suspensivos, no queriendo espantar a la nube.

Y luego que las nubes dieron vida a todo aquello que en la tierra se movía o respiraba, fue cuando por el sur apareció el señor de los vientos. Eolos barre con su cetro todas las nubes del cielo. Sin embargo no ocurrió cual vaticinara Perez Galdós: 
Las nubes se movieron y todo se tornó en caricatura.
Al contrario:

En el preciso momento que las formas de las nubes desaparecieron en la diafanizad del alto azul, el cuerpo entero de la muchacha se derramó en el cristal transparente de los ojos del muchacho. Y al deshacerse su forma, libre de nubes que la sujetaran, la sintió toda dentro de si, sin perímetros ni fronteras que limitaran su belleza difundida. La sintió, como se siente el agua en el cuerpo sediento, como se filtra el riego por un sembrado avaricioso de avena, como se sentiría un mundo en su totalidad inmenso, sin cuchillas ni alambradas, si de verdad acogiera a todo aquel que llamara a su puerta.

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