viernes, 4 de diciembre de 2015

Apágame los ojos




Y dale con la burra al trigo -decía mi madre cada vez que yo me metía el dedo en la nariz para hurgar y desollinar mis mocos de niño bobo. Y vuelven ahora mis manos a las mismas palabras, a los mismos relamidos mocos: que si el amor, que si la muerte, que si la soledad, las nubes, el mar, las aves, la tierra, el arte, la mujer... Siempre escribo lo mismo. Y es que tal vez no haya otra cosa. O todo sea igual. Y ni siquiera eso.

Aquella mañana de primeros de diciembre, operaban a la hija de mi hermano. Y mientras ella estaba abajo en el quirófano, yo esperaba en la habitación 512 de la ultima planta del hospital. Desde la ventana, mi vista se paseaba por la extensa terraza del edificio de enfrente. La pared de la casa de al lado se extendía hacia arriba unos tres metros en vertical sobre el ras de la azotea. Toda ella pintada de blanco. Formaba un gran rectángulo. Parecía la pantalla iluminada de un cine de verano. El sol, a esas horas tempranas de aquel lunes de invierno, vivaqueaba límpido sobre el encerado de la pared. Mis ojos, de pronto, se detuvieron en una sombra alargada y cilíndrica que jugaba en espiral arremolinada sobre la empinada pantalla de cal blanca. La claridad del día hacía más visible el movimiento ascendente de la sombra con visos de humo. Digo humo, porque al hacer frío, deduje que alguna chimenea encendida sería la causa de aquel reflejo humeante en el que yo me embelesé, mientras esperaba a que subieran a mi sobrina a la habitación. Tiempo estuvieron mis ojos oteando por los tejados próximos, por si descubría la presunta chimenea que me diera explicación de aquella columna de humo proyectado en la que absorto entretenía mi espera. Más de media hora estuve intentando averiguar el origen de aquella sombra. Transcurrido aquel tiempo, la sombra, tal como había venido, desapareció sin presentación ni credencial alguna. Y yo me quedé entonces con la duda de que tal vez aquella sombra tampoco era real.

Sólo una sombra, sin nada detrás o delante, arriba o abajo. El truco del mago: nada por aquí, nada por allá. La escritura tal vez no sea nada sin esa vida exterior de la que se alimenta. Vida y letra si no van unidas son sólo humo. Hasta que, como dice Vicente Huidobro, no logremos hacer florecer la rosa en el poema, estaremos dale que dale a la zambomba de los versos inútiles, de la prosa imposible. Mi verso es un canto fatuo de notas falto. Ni siquiera es humo.

Reza el principio tomista de la existencia: Omne autem quod movetur ab alio movetur, (todo lo que se mueve, movido es por algo). La de tonterías y latinajos que a uno le pueden venir a la cabeza, cuando sin hacer nada, dedica su espera a contemplar un atisbo de humo, olvidándose incluso de lo que espera. Y fue entonces cuando me acordé de aquella sombra perdida que no era de nadie. Por más que le hicieron las pruebas del ADN, y las del carbono 14, no pudieron identificar, ni encajar dicha sombra con ningún objeto creado.

Y ya que hablo de humo, me viene a mi loca cabeza el fuego. El fuego, sí: aquella hoguera de la Biblia que ardiera sin consumirse; y ante la cual ni siquiera Moisés pudo mantener sus ojos abiertos. ¿Para qué Dios mandaría entonces encender aquella hoguera? Y es ahora Rainer María Rilke quien responde:
Apágame los ojos: puedo verte;
ciérrame los oídos: puedo oírte;
y aun sin pies puedo andar en busca tuya,
sin boca, puedo conjurarte.
Ampútame los brazos, y te agarro,
como con una mano, con el corazón mío;
detén mi corazón, y latirá el cerebro;
y si arrojas el fuego en mi cerebro,
te llevaré sobre mi sangre.

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