sábado, 12 de diciembre de 2015

Asunta. Canto de Vísperas



Guiada por el crepúsculo de un otoño bruñido de incandescentes amarillos se dejó llevar por la grata brisa de una tarde de budas y de dioses sugerentes. Con ella también se fueron las flores del jazminero de su patio engalanado, su paraíso terrenal y eterno, el lucero de su alma iluminada.

¿A quién acudirá ahora el creyente para que otras manos (las suyas ya no se mueven ni hablan), saludables y compasivas deshollinen la suciedad de nuestros oídos taponados, entumecidos de dudas, callejones sin salida, preguntas enteleridas y soluciones baldías? ¿Con qué plato de olla gitana, con qué tarta de limón o queso el goloso hambriento saciará ahora la fe y sus ansias, sin las dotes de sus dulces manos culinarias? ¿Quién le prestará al ciego la linterna que le aclare el boscoso camino para llegar desde sus sombras al umbral de la casa hospitalaria y encendida de Asunta?

El aroma de las plantas exhuman lágrimas de alegría, cicatrizante rocío sobre el barro de sus macetas afligidas. Siente el vástago el azul de sus venas muertas, su cara de niña viva, el calor de sus ojos íntimos, de humanidad dilatados sobre sus huesos fríos.

El pajarillo aún revolotea en la jaula. Se oyen sus trinos. No se ha quebrado su canto como se quiebra el aliento de una mujer cuya muerte es aire, abono y humus para el arbusto que queda entre la floresta y el río, la madreselva y de la culebra el silbido.

La tarde recita sus vísperas. El verso huérfano de un David doliente alcanza la noche. Asunta cierra los ojos, el salmista entona una música incomprensible, melodía inteligible. Y aunque es de noche, el cuerpo de la mujer yaciente alumbra de resplandores el alba que se avecina y espanta al león de la avaricia, a la jirafa orgullosa, al cuervo de la codicia, al gusano de la envidia...

Y amanece un nuevo día.



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