viernes, 15 de enero de 2016

El suplicio de Tántalo




... et eritis sicut Deus scientes bonum et malum. Génesis, 3,5

Nuestra realidad es efímera. Su nombre, en cambio, es infinito. Desde que Borges dijera que el Universo estaba en un folio, el escritor creyó que su escribir le igualaría a los dioses. Y quiso Borges redimir la finitud de los días con la biblia de sus letras. Estaba convencido que con la escritura trascendería el tiempo, traspasaría la muerte, alcanzaría las puertas del evo, y coronado sería con la diadema del Uróboros, esa culebra que alimentándose de sí misma renace continuamente.

Día y noche, Borges no hacía otra cosa, sino escribir. Pensaba que esta era la única manera de acceder a la intemporalidad de la vida. Las barreras del tiempo y del espacio desaparecerían. Su pluma, con sólo rozar el papel, resucitaría las esencias de las palabras que escribiera. Y sus ojos verían entonces cara a cara, no a través del espejo y la fugacidad del destello, verían la realidad profunda e inextinguible de las cosas, tanto las creadas como las increadas. Y fue entonces cuando dijo el escritor:
La eternidad está en nosotros, en ese libro que somos, en el nombre que nos permite comprender el verdadero significado.
El secreto oculto de las palabras le sería así desvelado al escritor. Y aquel que dijo que el hombre es un libro, por fin tendría acceso al conocimiento pleno, (lignum scientiae boni et mali). Sólo el ciego puede ver. Cerrados todos sus caminos a la luz, devorándose a sí mismo, todos los nombres en un sólo nombre se le revelarían en su esplendor. Y así como las olas devuelven a los náufragos sobre la arena y dejan al descubierto las huellas de la comadreja que quiso comerse a las palabras, del mismo modo volvería el alma de los nombres a resplandecer sobre un único mar donde las sombras, los contrarios, las orillas y las fronteras se extinguirán para siempre. Y creyó Jorge Luis ver como los cuerpos sumergidos de los nombres en las profundidades de sus ojos aparecían exculpados, inocentes, eternos en un feed- back permanente de inmortalidad y llenos de gloria. 

Llegado a este punto, pensó Borges que escribir ya no le haría falta. Teniendo consigo todos los significados de la realidad inefable ¿para qué seguir haciéndolo? Y se puso a gritar como un loco a las cuatro esquinas del viento:
Ya sé lo que esconden las palabras. He visto todas las hormigas que hay en la tierra, he visto todos los veneros de la luz. ¡Venid a mí todos los que ansiosos andáis en busca de la eternidad del nombre!
Junto a Borges, allí también estaba su perro Aleph. Los dos jugaban en el salón. Llovía en la tarde gris. Las gotas del agua sobre el cristal de la ventana resbalaban sin fraguar en nada, regueros vacíos. El can trataba de morder inútilmente la pelota que su amo, el escritor, le lanzaba. Cada vez que Aleph trataba de coger la pelota, ésta se le escabullía de la boca. Borges se acordó entonces de Tántalo, aquel ser de la mitología griega que fuera invitado por Zeus a comer en el Olimpo. Luego el indiscreto Tántalo, ya en la Tierra, no sólo revelaría a los mortales los secretos que el dios en la intimidad le contara, sino que además se atrevió a despilfarrar entre los humanos parte del néctar que al mismísimo Zeus le robara en aquel festín de los nombres. Zeus, al enterarse luego de su insolencia, castigó a Tántalo a llevar de por vida sobre su cabeza deliciosos racimos de frutas. Y cada vez que Tántalo, pretendía hambriento saciar su apetito, las malditas frutas se alejaban de su boca. Y he aquí -diría Jorge Luis Borges a su perro Aleph, que sin pestañear asentía a su dueño-, -el suplicio más grande de Tántalo: tener tan cerca de sí a las palabras, y no saber su significado.

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