domingo, 28 de febrero de 2016

El poder del silencio




Este dilatado silencio acentuaba la tranquilidad de las cosas. (El corazón sencillo. Flaubert)

Después de sopesar variados argumentos, Equis decidió acercarse a la glorieta. En aquella friolera y ventosa tarde de últimos de febrero tenía lugar la manifestación a favor de la acogida de los miles y miles de refugiados que inútilmente llaman a las puertas de nuestra vieja e inhospitalaria Europa.

Los participantes, más que gritar, (que lo hacían), hablaban, se saludaban, compartían recuerdos viejos, se abrazaban como los osos de Siberia con su aliento a revolución y mermelada. Eufóricos estaban, después de tantos años sin verse, desde las barricadas de sus años jóvenes. Casi todos, (así a Equis le pareció) estaban al margen del asunto de la convocatoria. Unos se empinaban para que se les viera y constara al respetable que su compromiso aún seguía en pie. Otros, con la mirada en alto pasaban lista, calculaban el número de manifestantes. Aquellos, los de allá, detenían el paso haciéndose fotos para luego subirlas al feisbus. El de más acá salía descaradamente al encuentro de la prensa para que lo entrevistaran y dejar así en las ondas su peinado bien marcado de partido y militancia.

Equis, acostumbrado en tiempos de represión a correr delante de los grises, andaba casi escandalizado. Aquello parecía más una fiesta que una protesta. Equis admitió convicto su pesimismo, y se avergonzó de ser tan exigente y crítico con el comportamiento de los demás. Y es que, desde el día en que Equis quiso tomar aquella flor que un generoso rosal le ofrecía, y una abeja viniera a picarle en la nariz, le cambió por completo el carácter. Desde entonces, Zeta casi siempre se ve a si mismo como el Adán y Eva de Masaccio, triste y apenado, expulsado de la primavera.

Y en ese mismo instante, se sorprendió al reconocer a Zeta, una vieja amiga. Venía ésta envuelta dentro de un gran tumulto y vocerío con su silencio como pancarta. Avanzaba callada a ritmo de procesión triunfante de ánimas.

Equis no sabe que en la tristeza, por muy dolorosa que sea, también hay lugar para una gota de alegría. Y lo entendió cuando de pronto se encontró con su antigua amiga. Y al momento Equis se olvida de su carcomido puritanismo, de su rutinaria siesta, a la que ha renunciado en favor de unos pobres refugiados a quienes ni conoce, ni en su situación estar quisiera.

Y ajeno al motivo de la marcha, se enzarza en larga charla con la vieja amiga. A pesar de los años que Equis no ve a Zeta, la reconoce al momento. La delató su sonrisa. Equis en momentos de vergüenza, al no reconocer a viejos amigos, recurre a un truco que pocas veces le falla: detiene su mirada en la boca del desconocido y trata de poner nombre y apellidos a su eterno reír. El tiempo desfigura nuestro rostro. La caída del pelo, su blancura, el clareo de los dientes, las arrugas, nuestra talla menguada, la curvatura de la espalda, el voluminoso crecer de nuestras orejas emborrona nuestra fisonomía. Hay sin embargo una cualidad en nosotros que parece permanecer indeleble: la manera, la originalidad, la univocidad de la sonrisa. La sonrisa, que no la carcajada ni la risotada, parece ser la manifestación de lo que se cuece en el alma. Y así nos encontramos con personas que sufren, y vemos feliz el dolor en sus labios cruentos. Como también nos sorprende una sonrisa que sabe a herida.

He oído decir que con el tiempo también desaparecerán las tarjetas de créditos, las contraseñas para entrar en nuestra cuentas. Un rasgo físico bastará para coger un carro en el supermercado, pagar la zona azul en el aparcamiento, entrar al teatro, abonar una multa, presentarnos ante el agente de tráfico. Pues bien, mis señores informáticos, si digitalizárais nuestro modo de reír bastará para resolver la manera de identificarnos, desechando tanto tarjeteo que nos pone al límite por su barajeo, sustracción y pérdida.

Pero no divaguemos y vayamos ahora a lo que nos interesa. Equis en estos momentos ve en su amiga el tiempo detenido. La serenidad en su semblante hidalgo de matrona sosegada, su melena plateada, su distinguido hablar sencillo, así se lo revela. Zeta le parece más bien una mujer, que otra cosa. Y ve al instante en ella el eterno femenino del que hablan los pintores cuando se enfrentan a la modelo que ellos para sí siempre plasmar quisieron. Y sin que ella aprecie su persistencia, Equis se fija ahora en su cara invulnerable y la ve como una mujer sin edad en la que el tiempo parece no haber hecho mella. Y al verla así tan dispuesta y atenta le viene ahora al recuerdo aquella otra Rut extranjera que no cesaba de repartir espigas entre quienes, allá en Judea, buscaban una tierra donde bien morir.

Equis, impresionado por la belleza de la tranquilidad detenida en la cara de Zeta, fue entonces, cuando dijo:
¿Qué haces, mi vieja, para conservarte así con esta calma en medio de tanto enredo que nos aplasta?
Ella modestamente, sin darse por aludida, evadió la pregunta. Luego se referiría al silencio como el mejor tranquilizante del drama. Y añadió textualmente:
Es a través de este gran no sé del silencio, que llego a comprenderlo todo. Y así me veo a mi misma pasar a través de las cosas, sin que éstas me desquicien.

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