sábado, 5 de marzo de 2016

Un sin Dios





Se llamaba... Mejor no. A él no le gustaría que supiéramos de quien hablamos. Por respeto a su anonimato que como parabólica izaba sobre el tejado de nuestro ojos de bolsas caídas, escondo su nombre bajo las tablas del escenario de este comentario en su recuerdo.

En su juventud, tanto su cabeza como su corazón lo llevaron a la confrontación, al compromiso, a la refriega dialéctica. Pero su impaciencia militante pronto lo empotró en el relativismo que rallaba en la indiferencia. Indiferencia que él también ocultaba para no ser considerado un retrógrado. Él mismo me llegó a decir un día que la madre mundo hacía tiempo que había dejado de parir dinosaurios, intelectuales y profetas:
Sí. Escritores, políticos, académicos, popes hay a montones, tantos como creyentes en el infierno, tantos como diputados en el foso de reptiles, tantos como plumas de ganso en el redil, pero todos ellos parapetados cual lagartijas en las trincheras de su propio ego, gallinas que no paran de cacarear cada vez que escriben un libro o desde el minarete de su soberbia rezan una oración al Baal de sus credos y mandamientos.
Sus capciosas alusiones a la religión, traídas muchas veces de la misma boca apócrifa de los sagrados autores, le valieron el sobrenombre del Aullido del diablo. Más que incrédulo era un hombre de fe materialista. Renegaba de los Evangelios, pero se refugiaba en la poesía como baluarte espiritual de su existencia. Felices los ignorantes, porque ellos heredarán la sabiduría, -repetía. Y considerándose a sí mismo un sin dios, aludía muchas veces al Sermón de la Montaña como código de toda ética. Más respeto sentía por el no sabiendo del poeta de Fontiveros, que por todos los doctores de la Iglesia. Y sobre la religión comentaba: una dulce mentira llena de verdades. Negaba cualquier apologética, pero se sumergía con fervorosa pasión en la verdad poética del cristianismo. La poesía es más cierta que la religión.

Hacía exactamente siete años que mi querido anónimo había muerto. Aquella tarde me dirigí al piso donde aún vivía su hija, detrás de un Mercadona de la zona centro. Quería vérmelas con él, aunque fuese a través de uno de sus descendientes. Y le pregunté que a dónde habían enterrado a su padre, pues me apetecía llevarle unas flores. Ella, entonces volvió su cabeza al pasillo, y alzó su voz:
Padre, sal que te buscan.
Luego yo de regreso a casa no cesaba de decirme:
De tal palo tal astilla.

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