viernes, 22 de abril de 2016

Genet, su tumba y el mar






El mar, la tierra y el cielo miraban a Genet para no parecerse a su tumba. Y tanto y tanto entre ellos se miraron que con el tiempo acabaron los tres desparramados, iguales, como indistintas gotas de agua. Fue inútil que al principio de reojo se miraran. De nada valió que tanto Genet, como las nubes tristes, como su fosa blanca fueran como la noche y el día, la base y el abismo, el tumulto y la calma, la nostalgia y la alegría, la santidad y el infierno.

Al cabo de los años, cuando los volví a ver, de tan avenidos en el paisaje fundidos todos estaban, que no supe quién era el agua, quién el cielo, quién la sepultura, quién cantaba, si las olas, si los grises, o si quien lloraba era la orilla.

Nunca entendí las razones por qué el autor de El milagro de la rosa, el que fuera tachado de vagabundo, ladrón, puto, resistente y anarquista, quiso que lo enterraran en medio de aquel acantilado inhóspito y descolorido, frente a un mar recatado y tímido. El mar, las nubes, la muerte y la tierra, siempre el oxímoron perfecto.

El solitario de la multitud, aquel poeta maldito, que consideraba nauseabundo el aire que respiraban los burgueses, nunca quiso parecerse a la legalidad establecida. Desde la ejemplaridad de su inmoralidad provocadora Genet quiso hacernos ver que la bondad no siempre se encuentra en la inocencia, sino que a veces se esconde en lo más hondo del infierno, en la soledad más rancia y desteñida. Muerte y desierto, desierto y agua. Contradicción revelada. Maldad y santo cinismo. Reconozco una profunda belleza en ladrones, traidores y asesinos, en el despiadado y la astucia: la belleza de los hundidos

Cuando Dostoievski dijo que las personas, incluso las peores suelen ser más cándidos, más simples de lo que suponemos, de haber conocido el de Los hermanos Karamazov a Jean Genet, sus palabras bien pudieran haber sido un buen tributo a su trayectoria y recuerdo.

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