martes, 3 de mayo de 2016

El príncipe y el mendigo




Estando yo el otro día contándole a mi nieta El príncipe y el mendigo de Mark Twain, exclamó ella al ver al mendigo portarse de manera tan desleal con el príncipe:
¡Abuelo, y qué malo es el mendigo, ¿no? 
Y fue entonces cuando me acordé de Chejov. En unos de sus cuentos, (En el campo), Estefanía, mujer cargada de hijos y de miseria le dice a Elena Ivanovna, una señora de clase alta, esposa del ingeniero del pueblo: 
Nuestra pobreza nos hace pecar. 
Y quise yo, al hilo de este pensamiento, aliviar el dolor de mi nieta, diciéndole: 
No es malo el mendigo; es su hambre, el no tener casa, el pasar frío, el ser huérfano que le hace comportarse de manera tan injusta
Y vi en el gesto de mi nieta, que no del todo le convencieron y calmaron mis palabras. Los niños no entienden de sutilezas. 

Y me pregunto ahora si fue justo que yo confundiera a mi nieta con conceptos tan holísticos como ambiguos. El discernimiento del bien y del mal es cosa necesaria, si luego no queremos llegar a comportarnos como unos insensibles psicópatas, opacos al amor y al sufrimiento. Ella no entendía, (¿o tal vez sí?), que su abuelo fuera un alocado apologista de la maldad. 

Para solidarizarse con justicia y verdad con los infractores del mal, los inculpados, los criminales, es necesario tener un corazón y un conocimiento que va más allá del que disponemos comúnmente los humanos.

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