lunes, 30 de mayo de 2016

Valentino el Grande



Aquella mañana, al ir al mercado de Verónicas, cruzó el río por el puente de la Virgen de los Peligros. En el puente viejo, el sol de la mañana proyectaba sobre el agua la imagen bamboleante de Valentino al hilo de la corriente. Pensó que muy pronto se vería sumergido en el cauce. Retrocedió pues al instante hacia el centro de la calle. Se alejó de las barandillas del puente para evitar que la sombra de su nombre cayera y se diluyera en el fondo, a los pies de los molinos del agua. Y dijo para sí:
¿A qué estos miedos?, aunque mi sombra se ahogara, yo quedaría a salvo. 
Desconocía Valentino que las sombras como los nombres son inmortales, sobreviven a las cosas, a las personas. No hay fuego, ni dios, naufragio, ni tiempo que devore tanto a las sombras como a sus nombres.

Otro día, estando este mismo hombre en el salón de su casa, se le apareció un fantasma cubierto con su habitual túnica blanca. Valentino el Grande se las daba de bizarro. Suele ocurrir, cuanto más aguerrido uno se muestra, más inseguro se siente. No se asustó lo más mínimo. Al contrario, se levantó del sofá, donde tranquilamente viendo la televisión cabeceaba como un gato con el cuello quebrado, y se lanzó sobre el fantasma. De un fuerte manotazo le quitó  al espectro la sábana que cubría su cuerpo por entero cual una lápida a su tumba. Y al ver que debajo de la sábana no había nada ni nadie, fue entonces cuando Valentino se asustó de verdad. Salió como alma llevada por el diablo. 

Los que bien conocen y tratan con Valentino a diario, dicen que, desde entonces, este hombre no ha parado de correr horrorizado. Si antes no se espantaba de lo que veía, por muy alarmante que fuera, ahora, anda continuamente aterrorizado de lo que no ve, y de lo que ni siquiera existe.

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