domingo, 5 de junio de 2016

El cobijo




Desaparecer, pasar inadvertido, para no estorbar y que no me estorben, y resultar luego, de tanto irme, ser quien no soy, y de mi mismo una aguja perdida en un pajar que ni siquiera es mio. (Opekú)

Salí aquella mañana por el carril bici, ese camino verde asfaltado, que circula por donde antaño corriera el chicharra, el tren traqueteado y lento de mi mocosa infancia. Un parque en paralelo pedaleaba a mi vera. Todos los de por aquí conocen este sitio como el cobijo: un ajardinado espacio de toboganes, balancines y caballitos de muelles fijos. No falta el clásico quiosco de chuches y golosinas.

Alrededor de un ovalado estanque, niños serpentean dibujando su juguetona sombra sobre las aguas mansas. En equilibrio, hacen huir sus cuerpos, pajarillos acróbatas, para que no caigan al fondo. Paré a refrescar mi fatiga, a beber agua de la Fuente del Mirlo. Me asomé, también yo a la balsa, pero sin jugar con mi sombra, es muy pesada, no fuera que la perdiera abajo entre el musgo y la hojarasca.

Y de pronto, como reclutado para una batalla, descubro, entre siete cubos salientes de acero corten, un enfurecido cañón apuntando a lo alto. Esto debe ser una obra de ingeniería en honor a la victoria de un gran rey, según se desprende de la diminuta frase calada que leo en su peana: Exultet: et pro tanti Regis victoria. Llevado por la curiosidad, busco la entrada a este inexpugnable carro de combate parecido a un búnker. Atravieso una puerta de cristal enmarcado con una cruz de madera que me da la bendición a modo de bienvenida. En el ático, un hombre de forzado porte amable, me sonríe con su dentadura postiza. Lo noto en la frialdad de sus dientes protésicos. Me da, espléndido, una tarjeta con un número, como quien reparte boletos para visitar el cielo de balde.

Dentro estoy ya de este gran cajón contemporáneo. Parece un museo, una pinacoteca vacía de colores. Sólo el blanco se cuela del exterior por unos rectángulos de un metro en vertical por veinticinco centímetros de base. Catorce llagas de luz sobre sus paredes laterales. Un zócalo de mármol negro de dos metros de altura festonea a lo largo las heridas de la luz. En frente, los siete cubos alocados, que antes viera por fuera, ahora cóncavos e invertidos: siete soles alambicados agujereando un escenario a modo de presbiterio. El lugar es fresco. Una escultura gigante, simulando ser de papiroflexia, sobresale de la pared como si se sujetara en la nada de un retablo impoluto. Su cara me suena a un sueño que tuve de niño, cuando dormía en casa de mis abuelos. Es la misma imagen de la persona que se me apareció aquella noche a los pies de la cama. A lo largo de mi dilatada vida aún no he conseguido poner nombre a dicho rostro.

Tan extraño me veo en este lugar, que no me reconozco a mi mismo. La platea poblada de bancos también vacíos, como la mañana de un domingo, poco a poco va recibiendo en sus asientos a la gente. Por su vestimenta festiva, las sonrisas, el olor a gel de baño y desodorante amañado, parece ser que a donde yo vine no es un lugar común, sino muy singular y señalado. ¿Dios mío ¿dónde me habré metido? El señor, que afuera repartía gratis las entradas, ahora viste de blanco. Perece un tribuno de la antigua Roma, que recibe con el mismo sonreír obligado a los que poco a poco van llegando.

Yo vine aquí sin que nadie me invitara, vine huyendo de mi mismo para encontrarme. Ya lo dijo no sé quien: estoy más presente cuanto más de mí me alejo. El murmullo de los invitados no deja un hueco libre en el aire embrollado. Siempre consideré la escritura el mejor camino para dar conmigo. Una mujer me mira de reojo mientras escribo. Deduzco por su extrañeza como si me dijera:
Buen hombre, ya todo está escrito. No hay nada más que añadir a lo que Jesús el de Palestina un día escribiera con el dedo en el suelo.
Y me muestra el libro que porta a modo de devocionario para confirmar lo que pienso. Me quedo con las ganas de responder a la señora que está sentada a mi lado:
Por cierto, señora, todavía se ha descifrado lo que su maestro un día escribiera en el suelo delante de escribas y fariseos.
La mujer se santigua ahora escandalizada. El aforo ya está al completo. No conozco a nadie. Nadie me conoce. Intentar salir yo ahora sería como un desplante, además de una distracción y alboroto que profanaría liturgia tan concurrida. Y así metido como en un embudo entre esta aglomeración expectante, para no extorsionarme, me hago a la idea de que no existo. Sigo desaparecido desde hace más de una hora que llegué hasta esta tan espectacular edificación.

El recinto, que hasta ahora ha permanecido casi en penumbra, se enciende de golpe por las iluminarias invisibles que destellan sus rayos y lanzadas por detrás de las catorce cruces. La gente, los fieles, los espectadores, los invitados, el rebaño, que yo ya no sé como llamarles, tienden todos sus cabezas hacia el altar, como impulsados por un mismo resorte innato. Desde unos altavoces invisibles, escucho:
¡Guarden silencio, por favor, el sorteo está a punto de comenzar! 
El murmullo se convierte ahora en un ¡aaahhh! bobalicón y confiado, para ir menguando en un callado suspiro. Un estallido de móviles flamean sus disparos para inmortalizar y dar fe de este relamido instante.

La misma voz, que hace poco llamaba al silencio, desde el ambón situado a la derecha del plató, se deja de nuevo oír ante la expectación de todos:
El número premiado ha sido...
La mujer que está a mi lado, la del libro de oraciones, me da un suave codazo de complicidad. Se levanta exultante. Y exclama en voz alta para que todos la oigan:
¡Bingo, Bingo. Lo tengo. Me ha tocado!

1 comentario:


  1. Singular edificio donde los haya. Esa Parroquia de Santa Mónica, que he buscado en el internete, haría que el de Palestina se cuestionase si sería mejor el acero corten o una simple capilla de madera hecha por su padre putativo.
    Me encanta el aire fresco que le has dado al relato.

    Un abrazo

    · LMA · & · CR ·

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