jueves, 16 de junio de 2016

No te mientas a ti mismo




Después de haber leído No te mientas a tí mismo, Opekú se sorprendió, al comprobar que nada de lo allí escrito, se parecía a lo que él tenía pensado para La burra de Balaam, una revista de humanidades de la que él era asiduo colaborador. ¿Cómo fui capaz de escribir semejantes estupideces, más propias del peor de los Coelhos tras su peculiar camino de Santiago?

Lamentándose por haberse dejado llevar por su irreflexiva ligereza, reescribió de nuevo el artículo. Opekú añadió al texto corregido una nota subrayada en verde fluorescente que decía:
Las palabras a veces me llevan por senderos que repudio. Y es tanta su explosión y virulencia, que a veces no sólo a mí me escandalizan, sino que pueden llegar a herir las creencias de venerables y apóstatas.
Y al enterarse Opekú que yo era uno sus lectores más escrupulosos y timoratos, tuvo a bien comunicarme las contradicciones en las que a veces se veía al redactar sus escritos. Esta vez, -me decía-, antes de que las palabras salieran de mi pluma, he procurado, amigo lector, traspasarlas por mi conciencia. Pero aún así, no sé si he logrado ser sincero conmigo mismo.

Y esta fue la misiva que recibí de Opekú de la que me siento muy honrado por su confidencialidad y franqueza:
Regreso yo también, caído del caballo de Damasco, por los mismos caminos de vuelta. Y voy dando tumbos desde mi ateísmo primigenio a la religiosidad otrora de mi maternal infancia.

La muerte me acerca a los Castillos de Kafka, a las Moradas de santa Teresa, al Minotauro del El Laberinto, a los postulados insolubles, esos argumentos infumables y enigmáticos que a la Esfinge de la Inteligencia siempre le estarán vedados. ¿O tal vez su evidencia los convierta en irrebatibles?

Y así, en tan sólo transcurrir unos minutos, puedo llegar a ser tan versátil y diferente, que logro ser llanto y risa, sequedad y lluvia. Lo mismo levanto los puños como un venado en plena berrea, que agacho el cuello como una gallina hipnotizada. Y tan distinto me siento, que no me reconozco. Y ni siquiera conciencia tengo de mentirme a mí mismo, por haber sido, unas veces, monje: otras, libertino; otras, terrateniente y okupa, creyente y anarquista, desahuciado y banquero. Y lo mismo aplaudo a Oswaldo Reynoso, cuando dice que declararse agnóstico es una cagada, (lo más sincero sería llamarse ateo), que me decanto por las palabras de Dostovski: veo el sol, y si no lo veo, sé que brilla.

Con los años, la altivez de mi mente se desmorona, se recluye y me abandona. Mis neuronas ya no se renuevan ni encienden. Y la robustez de mi antigua resistencia se deja llevar por el sentimentalismo. La prístina clarividencia vuelve a su fragilidad natural, innata y misteriosa. Y busca mi corazón tonto los arrumacos y cariñitos de cualquier cosa, con tal de endulzar esta amargura y el sin sentido de las postrimerías que (más pronto que tarde) me sumergirán a las Lagunas de Estigia.

Después de acabar de leer la carta de Opekú, volví a mirar dentro del sobre, una manía que tengo de buscar donde ya sé que no hay nada. Y allí, en un post-it, encontré esta última anotación:
Tal vez, dentro de la psicología de la vejez, haya que destacar como nota distintiva, la religiosidad como complemento y compensación al desengaño, la frustración y la experiencia. La loca razón de la creencia. O con las mismas palabras de aquel otro escritor que dijera: "Credo, pero no sé en qué".

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