viernes, 1 de julio de 2016

¡Mamá!




Entró en la casa como la calma después de la tormenta. Josefina trabajaba en el aeropuerto. A ella le hubiera gustado pasar la escoba por el andén ajardinado de boutiques que se desliza cristalino y perfumado hasta llegar al control de metales. ¡Y no tener que oler a orines todo el día, enredada entre gases putrefactos! Estar en los aseos desde las ocho de la mañana hasta las tres de la tarde no le hacía ni puñetera gracia.

El jefe de personal consideró ubicar a la muchacha, a la Renca- (así la llamaba el encargado de la limpieza), en un puesto, que su desajuste físico no provocara en los usuarios lástima o rechazo.
Es por ella, -se justificaba el estúpido hipócrita-, para que no se sienta menospreciada. Allí metida en los aseos, libre de miradas chismosas, la Renca estará mejor a sus anchas.
Es cierto. El andar de la chica resultaba un tanto cómico y peripatético. La muchacha había sido contratada gracias a su 42% de minusvalía. A cambio, la Concesionaria del aeropuerto se beneficiaría en sus contribuciones a la Seguridad Social.

Josefina, no sólo tenía los pies planos, sino que al no asentar bien su columna sobre la pelvis, (por tener desparejo el coxal izquierdo), cada vez que daba un paso, parecía desmoronarse. Ella, para no caerse, apresuraba el otro pie hacia adelante. De esta manera, contra toda evidencia, conseguía, en el último momento, equilibrar su cuerpo desajustado, no sin evitar, en quien la observara, un cierto espasmo, al creer que la muchacha acabaría desentablada en el suelo. Este gesto ridículo de titiritero patizambo no le restaba a Josefina eficiencia para desempeñar bien su trabajo. Con todo, el Jefe de Personal confinó a la Siberia de los Aseos del aeropuerto a la pobre Josefina.
Que conste que lo hago más por ella, que por respetar la sensibilidad prostática y cistítica de posibles meonas y acojonados, -volvía a repetir el estúpido supervisor.
Aquella tarde plomiza de un tórrido lunes de mayo, sin pájaros ni geranios en las terrazas, después de una jornada intensiva limpiando lavabos y retretes, Josefina abrió la puerta del piso, un Tercero-A sin ascensor en el Barrio de Gracia. Allí vivía con su madre. Dejó la mochila en la percha, la tiró como quien lanza las llaves de su tumba al arroyo. Y se sintió tan aliviada, que desplegó los brazos como aspas de helicóptero en pleno vuelo. Y se puso a revolotear sobre sí misma, sumergida en un baile interminable, frente al espejo. Parecía un náufrago milagrosamente salvado de los remolinos del agua.

Y no es que quiera el que escribe recrearse en la incapacidad de Josefina y sacar partido de su deficiencia, y engordar así estas letras. ¡Que con su pan y escrúpulos se coma la gente sus recelos, conmiseraciones y puritanismos maniqueos a favor o en contra de estas personas que deambulan por la vida, teniendo que pedir perdón a todo el mundo por ser cojas, bizcas, homosexuales, orejudas o mochas!

El escritor tan sólo quiere detenerse en una palabra, una palabra de dos sílabas, una palabra aguda, tan elemental y congénita, que no necesita traducción a lengua alguna. Una palabra más real que lo que ella representa. Se basta a sí misma para decir lo que siente y dibuja. Esta palabra es un ser viviente (que diría Víctor Hugo), es el eco de un alma, bálsamo, desahogo y paz, luz y alegría, desnudez y confianza, alivio y descarga, alimento y regazo, ríos de leche y cama. Todo un lugar, un mundo de sentimientos y placeres infinitos, imposibles de decir con otra palabra que no sea la que dijo Josefina, nada más abrir la puerta de su casa, aquel lunes extenuado de mayo, después de una dura jornada de trabajo en el aeropuerto de El Prat de Barcelona:
¡Mamá!

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