lunes, 11 de julio de 2016

Radiografía de tórax




Y no es que yo quisiera tener un amor para mi sólo. Pero su amor era tan grande que en él cabía todo el mundo. Todo el mundo, menos yo.

Leticia no dejaba de pensar en el hijo de Vicenta, el Natalio, el pastor de Las Quebradas. Acaban de encontrarle en la vesícula una piedra de cuatro centímetros, -me decía. La médica de cabecera había remitido al Natalio al cirujano. Leti tampoco paraba de hablarme de Pepita, la mujer del chófer del director de Abengoa. La semana pasada habían enterrado a su marido. Un tumor en el cerebro -remataba en seco para hacer más impactante lo que me contaba. Y si es que en la cabeza o en el corazón de Leti algún hueco aún quedaba, era para pensar en cada uno de los vecinos que vivían en su calle, la calle de don Maximino.

Si alguna tarde coincidíamos para dar un paseo por las afueras del pueblo, camino de la granja del Perucho, a retirar los cuartillos de leche que allí apalabrados teníamos, fuera quien fuera con quienes nos cruzábamos, objeto era también de su atención y detenimiento. Leticia parecía una abeja enfrascada en cualquier flor que amaneciera. Y todos los que se cruzaban con ella, aunque jamás en su vida los hubiera visto, gustoso polen eran de su agrado. Las amapolas, el vinagrillo, el aire invisible que respirábamos eran tema de su consideración. Hasta el conflicto de la conservera, que mantenía en huelga, ya más de una semana, a sus operarios por el impago de las cinco últimas nóminas, era más de la incumbencia de Leti, que la de los propios afectados.

Y si yo, alguna vez en nuestros andares por el carril del Perucho, retenía con mis ojos su cara en mi rostro, al momento la dirigía, (Leti de mí la apartaba), para enfocarla en cualquier cosa, ya fuese la alfalfa azotada por la lluvia del día anterior, el jilguero que piaba a sus crías extraviadas desde el parral, o las manzanas caídas alrededor de un frutal abandonado. Lo nuestro, lo suyo, lo mío, le era ajeno. El hoy y sus gentes, su calle, esa es mi vida, -volvía a repetirme. Pareciera que ella ansiaba encontrarse con alguien para no vérselas conmigo. Más interés mostró por el rebaño del Natalio, con quien en ese momento nos tropezamos, que por lo que yo pudiera decirle acerca de mis sentimientos. Y, como si Leti adivinara las intenciones de mi alma, me interrumpió al momento para decirme:
¡Ahí tienes al pobre Natalio, lleva en sus riñones una bomba adosada, una piedra como una casa, y no se separa de sus cabras ni un minuto!
Y no es que Leticia pasara de mí. Atribuía yo sus esquinazos al excesivo interés que por mi tal vez escondiera. Pues nunca se opuso a que yo la acompañara. Aquellos encuentros esporádicos, se convirtieron en norma. Todas las tardes, a eso de las cinco, sin previo acuerdo, coincidíamos los dos en la uve de en medio, esa cuña que distribuye los dos caminos que van al Campo de Arriba. Nosotros dejábamos el carril del tío Liebres, y tomábamos el que iba a parar a la lechería del Perucho. Yo alargaba este trayecto lo más que podía. Y lo que debía durar no más de un cuarto de hora, lo prolongábamos y reteníamos hasta el infinito del atardecer, ese momento mágico, en que los azules tenues de la jornada nos envolvían con dulces pliegues de arrullo y ternura.
Si Leti es capaz de querer a tantas personas a la vez y al mismo tiempo, -pensaba yo entonces-, ¿cuánto no podría amarme a mí, si conseguía ser su exclusivo merecedor? Una muchacha que se desvive hasta por las piedras del camino, ¿qué no hará conmigo?
Si Leti andaba comprometida con las necesidades de los que la rodeaban, yo de alguna manera debía demostrarle que mi piedad por los demás era aún más grande que la suya. Esta sería la única manera para que ella se fijara en mi. Si Leti preocupada estaba por las personas concretas, yo debería demostrarle que interesado estaba por la humanidad entera.

Recuerdo que aquella tarde le comenté las palabras que el catedrático de Física Médica nos había dicho en clase:
Dejemos de mirar abajo, al suelo, a nuestros zapatos, miremos más bien al cielo. Para no más allá de cien años, los humanos tendremos que buscarnos otra tierra, allá arriba, entre las estrellas.
Que nuestro planeta dentro de un siglo fuera inhabitable, para ella tal vez bastara para olvidarse de sus amores pequeños y terrenales. Y añadí, mirándola fijamente:
Vente conmigo, Leti. ¡Vayamos los dos en busca de esa estrella sustituta!
Y al tiempo que yo hablaba, levantó ella sus brazos por encima de la cabeza. El reflejo de la luz del atardecer, aún vivo y persistente, resaltaba el dorado de sus cabellos. Soltó el lazo azul que sujetaba la madeja de su pelo, y dejó caer su melena sobre sus hombros agradecidos. Yo interpreté aquel gesto como un sí incuestionable. Y al ver la hermosa elasticidad de sus sobacos desnudos, mis esperanzas por ella se auparon aún más, como un alazán saltando sobre su mayor obstáculo. Pero ella, tal vez no leyera en mi mirada mis deseos. De nuevo volvió a replegar su melena en un discreto jopo sobre su anacarada nuca.

La idea de que yo tal vez para ella suponía un mero soporte, el colchón donde ella dejara adormecer sus filantropías, empezó a tomar fuerza en mis pensamientos. Incluso pensé no acudir más a nuestra tácita y añorada cita. Y aún a pesar de que un día le había dicho que lo que más me gustaba era verla tan generosa y dispuesta con los demás, aquella virtud que yo entonces le atribuí, se convertía ahora, de golpe y porrazo, en un claro rechazo hacia ella. Me sentía como un títere entre sus manos. Y parecía escuchar en sus silencios: ¡qué tonto es este mi perrito, que no aguanta ver a su dueña atenta y misericordiosa con quienes de verdad la necesitan!

Cuando, al día siguiente, coincidía con ella, de nuevo mi desprecio se tornaba en deseo. Y me resistía a dejar de verla. Yo la quería. Lo que no sabía es, si ella me quería de la misma manera. Es cierto, yo amaba a Leticia; pero no, si sus manos suaves, sus ojos buenos, sus gráciles movimientos de cintura, sus piernas alegres fueran para otros. Yo no sabía si ella estaba colada por mi. De hecho a las claras nunca me lo dijo. Pero no hacía falta. Si no, ¿cómo mantener aquellas quedadas anónimas durante casi un año?

¿Amor? Nunca pude estar seguro si lo que Leti sentía era amor. O tal vez sólo me quisiera por lo que yo pudiera ser en el futuro, un cirujano capaz de extirpar los cálculos de todos los riñones enfermos de su calle, de la ciudad, del mundo entero. Y así como un vecino quiere a su alcalde porque le ha condonado la deuda que no puede pagar al ayuntamiento, así como la feligresa quiere al cura que le ha perdonado su adulterio, así como el padre de familia aprecia al maestro por haber enseñado a leer y escribir a su hijo, tal vez así, de la misma manera caballerosa, Leticia me quisiera a mi por estudiar Medicina.

Una de aquellas tardes, le propuse a Leti cambiar de itinerario. En lugar de vernos como siempre en la uve del camino de Enmedio, lo haríamos, donde comienza la rambla del Comadrón. Escogí esta ruta por ser la más despoblada. Por allí probablemente a nadie encontraríamos. Dando un pequeño rodeo, llegaremos por el lado de atrás hasta llegar a las vaquerizas del Perucho. Le dije además que tenía algo muy importante que enseñarle.

Al día siguiente nos vimos los dos en el sitio convenido. Por la mañana, yo había asistido como de costumbre a las clases en la Facultad. Me pasé primero por los laboratorios. Y de la estantería de las radiografías modelos de las cuales aprendíamos a leer pólipos y tumores, escogí la que mejor interpretara el cáncer de pulmón. El sol de la tarde, (recuerdo que estábamos a mediados de julio), aún caía a plomo sobre nuestras cabezas. Nos sentamos sobre dos piedras junto al camino. La sombra de un ciprés esponjoso de aromas y resinas refrescaba nuestros cuerpos. Leti masajeó dos o tres veces con su mano derecha mi espalda doblada y tímida. Al rato, con cierta expectación y cautela, añadió:
Bueno, muéstrame eso que ayer me comentaste.
Abrí el sobre que conmigo traía. Saqué la radiografía y sin mirar ni siquiera la cara de Leti, dije con voz apagada:
Aquí tienes. Este es mi tórax.
Y nada más ver como Leticia pasaba sus dedos compasivos por las nubes de aquellos pulmones enfermos y mentirosos, supe de verdad lo que ella me quería.

No hay comentarios:

Publicar un comentario