viernes, 19 de agosto de 2016

Calores que matan




El calor a veces desencadena estados extraños de ánimo, tan extraños y aterradores que nos llevan a dar por hecho lo no sucedido, y por sucedido lo que nunca aconteció. Un espejismo mental: esa desviación cerebral del conocimiento que nos obliga a ver y apreciar lo que no percibimos y a notar lo contrario de lo que sentimos. Y las locas temperaturas de hoy son suficientes para confundir al mismísimo sursum corda y dar de comer a las mil furias de todos los diablos del infierno. El calor, la agresividad y la violencia muchas veces van de la mano. En El extranjero de Camus, el motivo de que a Meursault se le dispare el revólver y mate a un hombre junto a las rocas ardientes de la playa, según el fiscal, se debe a los miasmas abrasadores del sol.

Juanita Plesim, antes de entrar en comisaria, mira el termómetro de la farmacia de la esquina. Dos de la tarde. Un calor insoportable. 42 grados. La mujer, de unos treinta y ocho años y con el pelo revuelto, traspasa la puerta de cristales de las oficinas de la policía municipal. El guardia de información está ocupado. Mientras tanto, la mujer espera de pie, nerviosa, delante del mostrador. Viste Juanita chándal azul con franjas blancas, calza sandalias y no lleva nada en las manos, tan sólo un pañuelo rojo con el que no para de limpiarse el sudor de la cara. El rojo de la tela, en lugar de apagar el fuego de su rostro, lo colorea aún más. Se nota que la mujer está irritada.

De negro riguroso, el agente uniformado mira atentamente el ordenador. El oficial lleva en el hombro el escudo de la ciudad. Un sol amarillo amanece sobre el fondo oscuro de su camisa, por encima de las torres y el león que custodia el castillo del emblema del municipio. Detrás de la mesa, una mampara de cristal separa una trastienda. En su interior, la gran mesa rectangular, de la que sólo se ve un extremo. Al fondo: una estantería sin libros, con tres o cuatro copas de trofeos encima, el retrato del rey en el centro y dos banderines a los lados con los colores de la bandera de España. Por la parte de atrás de la mesa, manojos de hilos eléctricos cuelgan embrollados. Por estos cables circula caliente la información de los niveles de contaminación, el estado del orden y la seguridad, la fluidez del tráfico, la limpieza de la ciudad. Todo lo que a estas horas se cuece en la ciudad aparece chorreando sudor en las bandejas de estos ordenadores. Estos datos desembocan en las siete pantallas, que en vertical se yerguen como llamas frente a la atenta mirada de los que ahora habrían de estar perplejos a sus señales e indicaciones. Nadie mira estos estadillos.

Estamos en el ecuador del verano. Sólo dos agentes en la sala contigua, ajenos a las pantallas, mascullan en estado de somnolencia cosas irrelevantes, que si turnos, vacaciones, juegos olímpicos y medallas. El ambiente es sofocante. El aire acondicionado está roto. Un achicharrado tedio inunda las instalaciones. Los pocos números que ahora permanecen de guardia están aburridos, aplanados. Son más bien hombres de acción. Y ahora lo único que hacen es beber agua a cada instante de sus botellas de plástico. La inactividad para ellos es una derrota. No saben estar parados. Cuando no una multa, una carrera, un atestado. Y así como el calor a la mujer la enciende y la saca de quicio, a los guardias los deja rendidos. Más duro es no tener trabajo, o como decía el Quijote a Sancho: me desmayo de ayuno cuando tú estás perezoso y desalentado de puro harto. Ni siquiera una llamada por incendio, un parto en una apartada calle, o un ratero tirando del bolso de una jubilada. Aquí tan sólo se oye el calor, un calor rojo, criminal, paralizador y asfixiante.

Adiós, Luís, felices vacaciones, -dice, ahora, uno de ellos a un colega de paisano, que abandona las dependencias, sin mirar a nadie. El compañero levanta una mano en forma de saludo. En la otra lleva una botella de Lanjarón. Sale deprisa, deseoso de abandonar el curro. Antes, irá a la casa de su madre, se despedirá de ella. Hasta que no regrese de las islas no volverá a verla. Luego, Luís recogerá al niño de casa de los padres de su mujer. Juanita, su mujer, trabaja en Media Markt. Lleva todo el mes acumulando días para disfrutarlos en Canarias junto al niño y su marido. Mañana salen para Fuerteventura. Después, más tarde, cuando afloje el calor, Luis se pasará por la agencia de viajes a recoger los billetes.

Juanita Plesim sigue de pie ante el policía de puerta. El agente permanece cómodamente sentado en su emperifollado sillón de respaldo estilizado, con cabezal acolchado incluido. Son muchas las hora que permanece de esta guisa, por lo que el comisario le permitió tal licencia almohadillada. En su solicitud, el agente alegó problemas cervicales. La mujer está a tan sólo medio metro del agente. Éste asoma su coronilla pelada por el borde superior de la pantalla del ordenador. El agente, al que tan sólo le faltan dos meses para jubilarse, sin levantar la vista del asunto que ahora le lleva con el ordenador, dice disgustado entre dientes:
¿Quién será a estas horas en las que ni las chicharras cantan? ¡Con estos calores, ni siquiera Gloria Fuertes se le ocurriría hacer un verso al verano!
Juanita no está para metáforas. Con todo, el aspecto del agente sobre el catafalco estrafalario le sugiere el de una cigüeña en lo alto del nido de un campanario. Ella sigue esperando, hasta que el policía-pájaro termine de poner su huevo. El agente está de espaldas a la mampara. Al ser de cristal su estructura, la mujer ve reflejado en ella el verde del ordenador en el que aparecen los naipes de un solitario. En este momento un sonsonete alerta al jugador que ha perdido la partida: A usted ya no le quedan más movimientos. El agente con el dedo índice de su mano derecha da un fuerte golpe en el enter del teclado, con la misma puntería y enfado como si disparara a un atracador fugitivo. El policía deja asomar ahora su cabeza de pájaro viejo sobre el semblante contrariado de la ciudadana que espera atormentada. Levanta su vista y al ver a la mujer, exclama sorprendido y a la vez lastimoso:
De saber que eras tú, Juanita ....
Entre sollozos, vergüenza y rabia, la mujer interrumpe al agente:
Vengo a denunciarme. Acabo de estrangular a mi marido.
El policía no da crédito a las palabras de la mujer.
¡Estás loca! Si tu Luís acaba de salir ahora mismo por esa puerta. Ha pasado justo por delante de ti. Dice que tenía prisa, tenía que recoger a Juanito de casa de tus padres, que mañana mismo los tres os vais a Canarias.
Una absurda carcajada con ecos de burla sale de los labios prejubilosos del agente. Su risa llena de escepticismo las oficinas de la policía. Los agentes de la trastienda dejan de beber agua.  Hasta el león del emblema de la solapa del guardia se lleva las patas a las orejas. Nadie quiere escuchar las locuras asfixiantes de la señora Plesim.

1 comentario: