lunes, 12 de diciembre de 2016

Derbi







Don José Criado, entre otras perversiones y entretenimientos, tiene la de ir al fútbol cada quince días.

El señor Criado es de posición alta, ciudadano intachable y distinguido, a tenor del rango que ostenta como presidente del colegio de Notarios. Viste clásico, sin afectación ni arruga. Siempre endomingado. Asiduo a las tertulias literarias del Casino, destaca por su equilibrio y cordura. Mezcla su saber académico con unas gotas del liberalismo de los tiempos de la última república, que añadidas a su materialismo práctico, hacen de él una persona de trato fácil, entrañable y querido por aquellos que, aún sin ser de su clase, lo tratan con respeto por su trato franco y llaneza.

No parece corresponder a este notario de frente despejada, andar pausado y elegante, piel lisa, manos limpias y camisa almidonada, esa afición ramplona por un deporte de masas, más propio de gente de baja estopa o plebeya, como yo, que soy socio de este club, porque no tuve oportunidad de ser abonado de otra causa mejor. Otros, por problemas familiares, desahuciados del amor, un hijo en la cárcel por la droga, o desempleados..., recurren a esta costumbre futbolera para aliviar sus penas y salir del pesimismo. Unos somos aficionados al fútbol por obligación o devoción; pero mi correligionario, el notario, lo es por convicción. Mi relación con el señor Criado es puramente deportiva. Jamás hemos cruzado una frase más allá de si nuestro guardameta o entrenador deben o no ser sustituidos; pero yo, analfabeto en antropologías y ciencias sociales, me temo que este hombre, a pesar de su apariencia generosa, es un fiero defensor del egoísmo como soporte necesario para la vida. La rivalidad es un estado instintivo de supervivencia. Para mi que este señor, en el fondo es un seguidor de aquellos que piensan que el hombre es el lobo del hombre.

José Criado, esta tarde, se desprende de sus obligados atavíos de leguleyo y emperifollado testigo honorario de escrituras e hipotecas. Después de besar a su mujer y ataviado de forofo, completamente transformado, se dirige al gran estadio. Lleva camiseta apretada al pecho y medias de lana a juego con los colores del equipo. Incluso luce en la bajada del cuello, en la parte inferior de su oreja derecha, tres franjas con esos colores de su atlético que su mujer le ha pintado con complicidad y esmero. Y la bufanda del club rodea su feliz barriga como un pastor, a su cintura la honda. Lleva también petaca opaca en el bolsillo para celebrar cada gol con un buen trago de coñac. Su pasante que lo viera, no lo reconocería. Y él tampoco se daría cuenta, porque va rezando ensimismado: somos un equipo, formo parte de un proyecto, nuestro objetivo es batir al enemigo. Y si yo caigo en él es porque va para seis años, que cada dos semanas, soy su vecino de grada en el campo.

Hoy, los equipos de las dos ciudades más importantes de la región se disputan el partido. El ambiente: impresionante. El estadio: de bote en bote. El señor Criado vive en la intimidad su afición por el deporte rey. Presumir de esta pasión ante sus amigos profesores y abogados rebajaría su caché. Sus colegas de oficio sólo entienden de filosofías, y si se tercia, de masonerías filantropistas.

El duelo de la tarde está considerado de alto riesgo. Los seguidores del equipo contrario han acudido en masa. Un tercio del aforo, reservado sólo para ellos: toda la parte sur del estadio. Faltan diez minutos para el comienzo del derbi. Con la naturalidad de quien sabe que la vida es una confrontación entre la debilidad y la fuerza, Criado atraviesa el cordón policial que cubre las cinco puertas que dan acceso al sector donde se concentra la rivalidad entusiasta. Nada más atravesar la puerta 16 se siente suelto, desinhibido, y se une a la espontaneidad de expresarse sin miedo con gestos y palabras groseras, ¡que te den! ¡mierda!, o cortes de manga hacia la parte contraria. El guardia jurado le dice que, en lugar de entrar por su puerta habitual, lo haga por la que da al sector B, allí se sentirá más protegido, libre de las broncas de los hinchas del equipo visitante. Pero Criado, envalentonado por el derecho que le asiste de ocupar su asiento de siempre, declina el consejo y se mezcla con la algarabía de los rivales. Y allí veo ahora al notario en su salsa, henchido y más orondo que en su bufete encerrado.

Treinta minutos del segundo tiempo. 2-0 ganan los nuestros. Las hordas enemigas enmudecen desencajadas. El público hace la ola. Y el señor Criado no sabe, si disimular callado la derrota ajena, o refrendar contenido la victoria. El tam-tam rítmico de tambores toca a guerra bajo la bóveda olímpica, nuestra corona beatífica. Arrebato, saltos, increpaciones. Y un ¡hijos de puta!, coreado en boca del sector acordonado por los guardias, envalentona su aguerrido anonimato como hicieron los romanos en sus circos, los mayas en el juego de la pelota, los aficionados en una pelea de gallos o en un duelo de amor silencioso dos caballeros armados. En tiempos de paz, los pueblos necesitan jugar a la guerra para desatar sus impulsos, sentirse vivos y así berrear encima de los vencidos.

A su lado, me fijo como el señor Criado saca un plástico arrugado del bolsillo y una bomba de bicicleta. El notario da vida ahora a una muñeca elástica con el hinchador que ha logrado esquivar en el control de la entrada. La victoria es paroxismo, laico orgasmo deportivo. La muñeca desnuda, despelotada y llena del aire caliente de don Criado, pasa de mano en mano entre un público aguerrido, que gesticula de manera grotesca follarse a la muñeca que representa al rival por el escudo pintado que cubre su vagina goleada.

La muñeca rueda durante casi quince minutos en un espectáculo repetitivo de escenas vejatorias que hacen de la simbolización de la cópula carnal un acto desagradable, asechanza deleznable. Y lo que Dios unió como vínculo de amor, convertido queda en una simulación de combate entre dos aficiones enfrentadas. La muñeca por fin vuelve al señor notario, que remata la faena con un gran mordisco en unos de los pezones del globo. Y desinflada al instante la mujer, el partido concluye con la victoria de nuestro equipo local.

Luego, a la noche en la alcoba de la casa, el notario hará el amor, ahora sí de manera real, con su esposa. Y la mujer lo sabe; y con ganas lo desea; no en vano ella, antes que su marido se vaya los domingos a La Condomina, le pinta confidente, ritual preparatorio, siempre los colores emblemáticos de su ardoroso deseo en su cuello apetecible.

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