viernes, 16 de diciembre de 2016

El Niño santo azuladeño




Más bien a esta entrada debería haberla llamado La caja del sueño. Pero encabezamiento tan cursi no terminaba de convencerme. Además, si opté por el de El Niño santo azuladeño, (título con tan poco gancho, y sin venir a cuento con lo que yo soñé, (eso creo y creo mal), fue porque me vino impuesto para el texto de aquel sueño que yo entonces tuviera, y que ahora trato aquí de recordar.

Esa tarde noche, en la Plaza de la Basílica, una multitud entusiasmada bailaba alrededor del belén de don Carmelo Ortín. La voluntad de un sueño, como la de un muerto, es sagrada. Todo sueño por muy estrafalario y alocado que se presente, siempre tiene su sentido.

El sueño era irresistible, se obstinaba por ubicarme en Azulada, la ciudad donde yo había nacido, hacía ya más de sesenta años. Mis escritos calificados con la etiqueta de Azulada, bien podrían llamarse Antimemoria. Azulada no es mi alter ego, es más bien mi anti-yo, mi lado oscuro, ese nombre genérico en el que incluyo todo lo que tiene que ver conmigo: mi infancia, mi pueblo y mi debilidad por el queso frito con tomate: tres realidades en simbiosis redonda con las que me confundo de tal manera que jamás me reconozco en ellas.

Por encima de la penumbra, rota tan sólo por la cetrina luz de cuatro farolas que esquinaban el atrio, la luna se reflejaba en las olas blancas y azules de la media naranja de la iglesia. La cúpula se confundió y se creyó la luna. El frío amarillo de la calle me envolvía con dulzura, protegiéndome de la humedad de la noche. La luna, la noche y la media naranja desaparecieron bajo un mismo brillo dentro del mismo sueño, para encontrarse en el punto donde se dan cita todos los puntos del Universo. Un sueño con todos los sueños dentro, incluido el queso frito con tomate.

El sueño intentaba desnudarme, decirme quien era yo sin conseguirlo. El sueño iba de aquí para allá al ritmo de zambomba y villancicos, irreverente, sin respetar direcciones, saltándose la intimidad y transgrediendo la tradición apostólica:
Una mula endiablada
a mi niño santo
le endilgó una patada
que lo dejó manco.
Y yo lo mismo me veía cantando por bulerías a las lavanderas, al leñador del belén, a las palmeras del desierto, que al momento el sueño me transportaba a Montmartre, La Place du Tertre. Y allí, sin saber pintar, hacía retratos a turistas embobados bajo la nieve. Luego el sueño, entre baile y baile, un sequillo y una copita de vino viejo, me volvía a dejar en el atrio de la Iglesia Nueva de Azulada. Gran parte del sueño la pasé en esta explanada coreando hosannas y aleluyas alrededor del pesebre del Niño azuladeño. Después, el sueño decidió trasladarme por un tiempo a una de las aulas de la universidad de Harvard.

Asistía yo en Cambridge a un máster de Literatura Hispanoamericana. Una joven, en voz baja y al oído, se me acercó, pasó con suma ternura su mano abierta e intencionada por debajo de mi espalda, a la altura de la cintura, ese centro donde los siete puntos cardinales, (sí, siete, como siete son las maravillas infinitas del mundo), confluyen en su indeterminación más imprudente y apasionada. Y me dijo:
Eres lo mejor que me ha pasado. Nadie como tú me ha dicho con sus palabras lo feliz que yo me siento.
La joven creyó que uno de mis escritos, presentado en el Departamento, iba dirigido a ella. Tanto el texto como el nombre de la muchacha respondían al mismo nombre: Adonai. De ahí tal vez su confusión. Con todo, yo, aún así, me tomé sus palabras en serio:
¡Vale, al salir nos vemos, -le dije.
Yo iba con mi prometida. Hay algunos sueños que además de puñeteros, mienten demasiado. Van por libre. Por aquel entonces yo no salía con ninguna muchacha. Y menos, en aquella ocasión, que había quedado con Adonaya. Con todo, mi novia me advirtió:
Mientras tu hablas con tu compañera de máster, yo me acerco a la clínica de santa Teresa. Tengo que recoger unos análisis. Nos vemos donde está el coche. ¡No tardes!
No hay llamada más fuerte que la que un hombre, sin jamás haber oído, escucha a través de una mano de mujer sobre su carne sedienta y analfabeta de amores. Adonaya y yo, al salir de la Facultad nos volvimos a ver.

Recuerdo que yo llevaba un paquete enorme, no pesaba casi nada, pero muy incómodo de transportar. No debía deshacerme de él. Era un misterioso encargo. De su contenido, destinatario y remitente yo nada absolutamente sabía. A cada momento la caja se me caía al suelo. Así era difícil enamorar a nadie. Por si faltaba algo, una amiga se paró a hablar con Adonaya. Les pregunté si sabían donde paraba el Parking metter más cercano. Tan embebidas estaban en su divertida charla que me contestaron con un ignorante corte de hombros. Me sentí de más, vacío y ridículo. Las dejé allí plantadas. Luego, ellas, al verme desorientado subir la calle con la enorme caja de regalo dando tumbos, me imaginé que se reían de mi. No me volví para no acertar en mi sospecha. Durante más de hora y media estuve buscando el coche en vano. Tampoco apareció mi novia. Pasado un tiempo o mil años, (los sueños no cuentan los días) el sueño me retomó de nuevo.

Pasé por las ruinas megalíticas de Stonenhenge, atravesé Rodas, la Anticira con sus treinta y dos ruedas de bronce, contemplé la gran clepsidra de la Torre de los Vientos de Atenas. Acampé a la sombra de un castillo romántico junto a la ribera del Rhin. En Estrasburgo vi como la misma muerte tocaba las horas del reloj de su catedral. En todos estos viajes recuerdo que yo llevaba siempre conmigo la gran caja, envuelta en papel de regalo, un papel azul festoneado de estrellas blancas. En más de una ocasión estuve tentado de deshacerme de la caja, pero como quien se llama Culebra y no puede renunciar de su apellido, ni una sola vez en todo el sueño se me ocurrió desentenderme de tan enigmática caja.

Llegué por fin al centro de una plaza. Un gran fortificación circular arrancaba de su base para culminar en forma de observatorio astronómico allá en un nítido cielo azul. Accedí a su interior. Por una escalerilla de caracol llegué a lo más alto de su lugar geométrico, una cámara ovalada desde la cual puede contemplar toda la ciudad, la Azulada de todos los pueblos: la isla de Pascua, Florencia, París, Rajasthan, el Patio de los Relojes de Madinat al-Zahra... Desde su centro, allá abajo en la plaza, vi también como partían, sin confundirse, todas las avenidas del mundo. En línea recta las calles de todas las urbes del Planeta se dirigían en paralelo, en igualdad de condiciones hacia la diáspora, detrás del monte Arabí, la antípoda del origen, ese lugar donde gentil y judío significan lo mismo.

Luego, le pregunté a uno de los cuatro ángeles que sostenían los puntos cardinales del firmamento:
¿Alguien de vosotros me puede decir qué hago yo ahora con esta caja? La llevo conmigo a lo largo de este sueño que ya se me hace eterno. ¿A quién se la entrego, la tiro, la abro...?
Quien me contestó fue el ángel que iba vestido de amarillo, el que sostenía el Sur:
Tú mismo. Pero yo de tí jamás abriría esta caja. No hay nada peor que abrir una caja de regalo para quedarse sin su sorpresa.

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