martes, 3 de enero de 2017

La cueva del eco




Una palabra desprovista de pensamiento es una cosa muerta, y un pensamiento que se pone en palabras no es más que una sombra. (Lev Vygotsky)

Ella, ni cuando me ingresaron en el Hospital de Las Cruces por aquellas malditas adherencias del estómago, jamás se alejó de mi. Por muy calamitosa que fuese nuestra relación, tan unidos estábamos, que la adversidad nunca logró separarnos. Me gradué en ingeniería, terminé de pagar la hipoteca, me solacé una docena de veces viendo por televisión los mundiales de fútbol, cambié de coche, me jubilé como jurado en los astilleros.... Hasta hoy mismo, ¡pobre de mi!, que me veo privado de su encantadora presencia.

La conocí siendo todavía un niño. Al principio, más que conocimiento, lo que había entre nosotros era un divertido juego, un ensayo. Tuvimos nuestros problemas de ajuste, como todo el mundo que decide vivir en pareja. Recuerdo una temporada que me enrabietaba por nada. Yo intentaba llamarla, pero ella no me respondía o lo hacía de manera equivocada. Me ponía nervioso, tartamudeaba como una gallina que no termina de decir lo que quiere, me enfurecía y pataleaba como un bebé a quien sus padres no entienden. Esta frustración, tal vez debido a un cierto mecanismo de defensa, se convertiría luego en balbuceo, un gorgorito impaciente de múltiples modulaciones.

En ocasiones nuestras maneras de comportarnos eran de clara inestabilidad, casi ridícula, no conseguíamos alcanzar el tono debido, pasábamos del gris grave y confuso al atiplado y agudo desafinado. Pero por fortuna nuestra convivencia poco a poco se fue fraguando hasta que, entre mis ideas y la consolidación pragmática de sus expresiones, logramos un todo armonioso. Crecimos juntos y a la par. Si, por ejemplo, yo me abstraía en el mar, al momento ella para complacerme tomaba la forma de sus olas, reproducía el sonido exacto de mi pensamiento, el murmullo de sus aguas, la inmensidad de su abismo. Si decidía recrearme con el amarillo otoñal del campo, ella de inmediato ponía a mis pies una reluciente alfombra de pámpanos marchitos de parra virgen. Si mi comportamiento era ruidoso y alocado, el de ella, lo era díscolo e hilarante. Cuando el contexto social en el que nos desenvolvíamos exigía de nosotros mayor formalidad y rigor supimos adaptarnos a los usos convencionalmente establecidos. Se nos veía tan avenidos que nuestros amigos con sólo escuchar su voz adivinaban mi proximidad. Y si por casualidad me presentaba sin su compañía, bastaba con que abriera mi boca para que la imaginaran dulce y cantarina tal cual era.

Juntos hicimos aquel viaje a las Cuevas del Eco, ella jadeaba por los montes nemorosos en busca de nuevas voces. Resoplaba con placer su aliento a mejorana sobre los rincones más ocultos de mi cuerpo para transformarse luego en iluminada hoguera de sonidos perfumados, lejanos, aliterados, pletóricos. Era elegante y salvaje, juguetona y adiestrada, serena como los atardeceres del verano, locuaz y prudente, sorda y sonora, labial y gutural, como los gemidos del amor, fricativa cual gata asustada, silbante como el saludo del ciprés, seductora cual el ofidio del paraíso divino.

Tan avenidos, que siempre fue mi portavoz más fiel, mi mejor carta de presentación. Bastaba sólo que los demás oyeran lo que decía, para que todos al momento se hicieran una idea de cual era mi opinión. Si yo era el barro potencial de cualquier insinuación artística, ella era la alfarera, la configuración plástica de mi más viva imaginación. Bueno, no siempre. Porque a veces de común acuerdo jugábamos a despistar a nuestros contertulios, por no decir, a engañarlos. Ella decía una cosa y yo desde mi interior, intencionadamente, me pronunciaba por la contraria. Éramos cómplices enamorados.

En ocasiones esta misma complicidad nos sobrepasaba. Yo me sentía traicionado por sus propias palabras, era algo que no podíamos evitar. Y le decía, si no sabes hablar, mejor ten tu boca cerrada; pero ella decía cosas de las que luego yo tendría que arrepentirme.

Durante la difícil intervención no ha rechistado lo más mínimo. En silencio hemos afrontado nuestra separación definitiva, yo con mi tráquea atornillada y ella con sus cuerdas vocales amordazada. Un dueto de violinistas expectantes a quien al director de la orquesta se le olvida darles la entrada. He visto sus ojos vacíos de significado. La he llamado. Fría y arrogante me ha dado la espalda. Cuando la he visto alejarse he querido gritarle lo que sentía dejarla abandonada, que le agradecía de corazón todo lo que había hecho por mi, pero ella, por mucho que yo abriera la boca, para decirle lo que a partir de ahora la echaría de menos, ni siquiera me ha dirigido la palabra.

Fue ayer precisamente. Debido a unos simples carraspeos, tuve que ir al médico. Desde hacía unas semanas notaba como si un corrosivo ácido me quemara la garganta enmudecida. El otorrino fue tajante:
Si no queremos que el mal se extienda y acabe con todo tu organismo, debemos extirpar mañana mismo tu laringe cancerada.

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