martes, 14 de marzo de 2017

Plato de callos sin mondongo





No recuerdo bien si le sucedió a César Vallejo, a Valente, a tí lector, o a mí, de andrógenos literarios falto y de melifluos cambrones sobrado.

Aquel escritor disfrutaba con acceder al conocimiento profundo de las palabras, le gustaba hacer el amor con las letras. Penetrar en el cuarto oscuro del sustantivos y del verbo era para él su mejor orgasmo. Aparearse carnalmente quería con los nombres. Conocer a Eva, según el Génesis. Degustar la miel de la honda anatomía de las palabras, su mayor deleite y pasión. Levantarles (a decir de Ángel González), las faldas con sus dedos, mirarlas desde abajo, morder sus piernas ágiles.

Pero una noche de luna llena, a la hora de hacer el amor con una determinada palabra, aquel escritor se sintió impotente. Delante de él, se paseaba la palabra a oscuras, sugerente. Se acostaron. Ella no daba su brazo a torcer, se hacía la interesante. Al escritor se le resistía su comprensión y lectura. O tal vez la palabra no estuviera interesada por las protuberancias librescas de aquel hombre pluma, por considerarlo un tanto corto de vuelo, pedante y de gatillazo fácil. Lo cierto es que el escritor, siempre tan ilustramente enamoradizo, en aquella ocasión, se lió a broncas con la palabra, pues ésta no le daba lo que él buscaba o quería.

A su lado, la inmensidad o la poquedad de aquella locución en carne y hueso escrita, resultó ir más allá de sus pretensiones. Da lo mismo no encontrar un objeto por su pequeñez y menudencia, que verse desbordado por la grandiosidad de una palabra imposible de cubrir o ser cogida. ¿Magnificencia o insuficiencia? No sabemos. ¡Qué más da! Para el caso era lo mismo: supina infertilidad comprensora entre ambos. El hipotálamo inspirador del escritor cerrado quedó a cal y canto. O lo que es igual, (repito), aquella palabra por determinar tal vez fuese una quimera sin fundamento alguno.

Luego, amaneció el día con esa bruma inmensa y densa, propia de un diccionario emborronado, tras una tarde de calor en pleno invierno. De nuevo el escritor miró a la palabra que aún yacía en la cama, tapada con aquella sábana azul que la cubría de pies a cabeza. Nada de su intimidad gramatical y semántica fue desvelada. El escritor, al igual que la noche anterior, analfabeto siguió, sin poder degustar los encajes y encantos interiores de la palabra.

Al ver que el término en cuestión no le respondía, (incluso el saludo le negaba, su eco no retornaba), el escritor se volvió loco. Le ocurrió lo que al esquizofrénico cuando se mira al espejo y descubre que enfrente, en el cristal no está su imagen. Él, que siempre había creído conocer todos los nombres, se las vio moradas y negras, más perdido que Carracuca. Antes de encontrarse con esta palabra anónima, él solía decir: Nada puede existir que no tenga nombre.

Llegó después la noche siguiente. La misma aparición. La palabra de nuevo junto al escritor. Otra vez el chasco y la cerrazón. Pero el escritor, en lugar de encolerizarse al igual que antes con la palabra esquiva, cambió de táctica. Trató de serenarse. Se acercó acarameladamente a la palabra, tratando así de iluminar con caricias y ternura su lenguaje limitado. Fue imposible. Así que, después de intentarlo todo, el hombre acabó admitiendo su nominal incapacidad para ciertas situaciones del habla y el entendimiento.

Y esto fue lo que por fin le oí decir, no sé si a Valente, a César Vallejo, a mí, o a tí, querido lector, cuando nos encontramos con una palabra fantasma:
La lengua no siempre basta ni vale para dar nombre a las cosas. El lenguaje tiene su propio veto, su limitación. Hay espacios de realidad, relatos, palabras que como espectros vagan ante nuestro conocimiento, sin poder ser nunca desvelados. Otra cosa es que recurramos a la poesía, a las metáforas, para compensar nuestro negado lingüístico; pero, tanto en un caso como en otro, deberíamos dar por sentado que un poema nunca podrá sustituir la propia indefinición por esencia. Nos movemos en la confusión entre la realidad y la fantasía, entre un asado de manzana sin manzana, o entre un plato de mondongo sin callos. Pues como dijo Bukowski:“Bueno, me muevo entre la novela y el poema y el hipódromo y sigo vivo” .

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