miércoles, 29 de marzo de 2017

Sueños sin resolver




¡Cuán terrible es este lugar!
(Génesis)

Soñé de madrugada. No es lo mismo soñar a primera hora, cuando apenas te has acostado, que hacerlo ya cansado de tanto dormir. Los sueños tempranos, como los diezmos y primicias son los más sabrosos y agradecidos. Cuando me desperté, eran ya casi las dos de la tarde. Por la parte baja de la persiana, el sol tembloroso de un sábado destemplado se colaba tímido y a regañadientes desvelando las motas de polvo blanco amotinadas sobre el cristal de la mesilla.

En un mar de aguas ondulantes estaba, no sé si bañándome, creo que no, pues no soy muy dado a este tipo de entretenimientos acuáticos, me aburren por su liquidez fetal y anodina. Una circunstancia externa y extraña me habría colocado allí. Así como una ventolera acorrala a un montón de plásticos arrugados, papeles de propaganda electoral caduca y hojas secas contra un ángulo sin salida, me vi yo arrinconado. Atrapado fui por el sueño en una ensenada de aguas oscuras, oleaginosas, extensas, sin contornos ni playas a la vista. Las tinieblas alumbraban las ondulaciones suaves del agua. Su cerco: la nada. Y sentí ese mismo pánico al vacío que sufren algunos artistas, cuando descubren en alguna de sus obras el más insignificante espacio sin pintar. Crestas pequeñas y romas de suave espuma, purpurinas y tinteneantes, revoloteaban con ese burbujeo parecido al de un caldo desconocido que se cuece al calor de un fuego invisible. Todo el mundo, mi mundo era una olla inmensa sin paredes que pudieran delimitar su contenido en constante ebullición sobresaltada.

Y allí metido en aquella soledad pantanosa, sin lunas ni estrellas, intenté buscar la orilla. Quise orientarme, para así encauzar mi salida hacia algún sitio consistente. Ningún lugar de referencia en que asirme encontraron mis miedos. A mi alrededor, sólo el infinito de un horizonte gris e irreconocible, esa quietud agobiante, paz dudosa y sin opuestos que la cimenten, sin bahía ni caladero donde arrojar las redes de mi asustado y temblequeante cuerpo. Suplicios que no eran físicos, pero su tormento sangraba a raudales mi alma. No hay suplicio más grande que desconocer la realidad que tenemos delante. Mis sueños aterradores llegaron a lo insostenible. La angustia se apoderó de mi con tal fuerza, que llegué casi a perder el conocimiento.

De pronto, antes que el horror me dejara exánime y sin sentido, antes de morir ahogado, un mecanismo automático me liberó de la tortura del sueño. Y rescatado así fui de las garras estranguladoras del agua. Me ha ocurrido otras veces. Cuando el paroxismo de un sueño se ceba conmigo de manera tan alocada, un resorte interior viene en mi ayuda, y al momento paso al estado feliz de la vigilia. Es como si mi cerebro dispusiera de un dispositivo de alarma para espantar a los ladrones de la cordura.

Sería pedante, repetido y nada original, si dijera, cual Monterroso, que cuando desperté, yo aún seguía en ese mar incierto, sin costas ni playa donde dejar caer mi cuerpo exhausto, pero esa es la verdad. Es cierto, mis miedos habían desaparecido; pero yo seguía igualmente perdido y desubicado. Tan perdido, que llegué a dudar de si yo era el mismo que hacía tan sólo unos instantes me moría de miedo en aquella ciénaga sin acordonar y desangelada.

La casa donde desperté no era la mía. Tampoco sus inquilinos me sonaban de nada. Aunque de esta última circunstancia yo no estaba muy convencido. Era ya pasado el mediodía. No sé por qué supuse, aún siendo tan tarde, que todos estarían durmiendo. Tampoco supe si todos, porque a todos los que allí vivieran, no pude verlos.

Tan sólo vi a quien tapado con una manta marrón de franjas blancas dormía como un lirón. Acurrucado sobre un sofá roncaba con resoplidos intermitentes. Esperé en un sillón junto a una ventana que no sabía si daba a la calle, a una terraza o a un patio interior. Por no despertar al hombre, que frente a mí descansaba, no me atreví a descorrer la cortina, para evitar así que la luz del exterior interrumpiera su descanso. Al durmiente yo sólo podía verle la cabeza por su parte de atrás, pues dormía contra la pared. Procuré no hacer ruido. Quieto estuve más de una hora. Pero, transcurrido el tiempo de espera soportable a mi agitación interior, sentí que aquella inmovilidad de nuevo podría llevarme al lugar del abismo de mi anterior sueño turbulento. Cansado de esperar, moví un poco la cortina para deshacer un poco la oscuridad y asegurarme que aquel nuevo sitio donde había venido a parar, nada tenía que ver con aquel otro terrible escenario del sueño horrible del que yo venía.

El hombre del sofá seguía roncando a destiempo como la polea chirriada sobre los dientes mellados de un viejo molino. Sus ronquidos, a pesar de no ser sincronizados, se me hicieron cíclicos y tan asumidos que llegué a confundirlos con los estertores de mi respiración gutural y entrecortada. El punto de su origen, (la tronadora garganta del individuo del sofá), y el de llegada, (mis fatigados oídos), confluían en un mismo punto, hasta no saber si era el hombre el que roncaba, o era yo el que respiraba. Y la sola posibilidad de haber llegado a esta conclusión, me hizo exclamar sobresaltado:
Yo ahora no estoy soñando, pero ¡por Satanás! aquí pasa algo que no se corresponde con lo que, despierto, estoy viviendo.
Mis palabras sonaron tan fuertes que despertaron al del sofá. Después de saludarnos, yo le conté las tribulaciones de mi sueño del agua sin manos de tierra que la contuvieran. El hombre puso cara de no creerse nada. Y me dijo contrariado:
Eso es imposible. Tu sueño no es tuyo, es mío. Nadie puede tener el mismo sueño, y mucho menos a la misma hora, a no ser que los dos seamos la misma persona.

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