domingo, 21 de mayo de 2017

Callos a la manera de Oporto fríos




Como un conejo que acosado recula a su madriguera, ¡ay con qué ganas este viejo ciego se cobija bajo las alas de sus años de niñez enfervorizada, aquellos claustros de confianza, celofán bendito de promesas vanas; pero, ¡tan esperanzadoras! ¡Qué paz, qué dicha! Como dice Pessoa: Sé muy bien que en la infancia de todo el mundo hubo un jardín.

La dicha del vivir no se casa con unas determinadas circunstancias. Puede el pájaro cantar, lo mismo encerrado en su jaula, que yo sonreír en medio de la tormenta, o que tú llorar rodeado de riquezas, o como aquel otro loco que exclamó bésame y hazme sufrir. Pero no conozco a nadie que maldiga y renuncie de su niño vestido de primera comunión, por muy ateo que se crea.

En estos tiempos seniles ya no tiene el hombre etapas que cubrir, obstáculos que librar, flores que cuidar. Todo le viene impuesto. No decide el color de los días, como tampoco traza destinos a posibles ciudades Esmeraldas. Hoy su única ruta: de la cama a la mesa, de la mesa al sillón de mimbre. No elije ya el vuelo de la abeja de sus sueños. Hace tiempo que dejó de polinizar su almendro mollar. Sus frutales dejaron de florecer. Ya no es reclamo para nadie. Ya no huelen las hojas de menta del parterre de la entrada. Nadie viene a visitarle. El hombre no espera nada. Una cosa sí le queda aún al hombre por hacer.

Creen que porque está viejo y cansado, y se mea sin darse cuenta, su cabeza no le rige. Cuando lo llevan y lo traen sin contar con él, cuando el peso de los acontecimientos no se detiene ante nada, cuando la fuerza de la gravedad se impone a su libre albedrío, ley inexorable que enfrenta al cordero con su irremediable carnicero..., el hombre, entonces es cuando mejor entiende la vida. La gente no sabe que este hombre nunca fue más razonador y consciente que cuando no contaron con su inteligencia. Es ahora cuando mejor se entera de las cosas. Lo que le pasa es que no tiene igual a quien decir que, si la vida merece la pena, no es por lo que pesa, ni por lo que dura, ni por lo que cuesta, sino por aquel perfume que un día una bella muchacha le dejó en prenda. El hombre todos los días saca este aroma a la puerta de la calle como señuelo por ver si aquella moza volviera. Tiene que devolverle el beso que un día la vida le diera. Son más bien los demás que no se enteran. Hace ya más de mil años que a la señora que le cuida le pidió para cenar un plato de amor caliente. ¿Y qué es lo que ésta le trajo? Un par de huevos fritos con lentejas. Le ocurre lo que le pasó a Álvaro de Campos. Su amigo también pidió amor y le trajeron callos a la manera de Oporto fríos.

Nunca pedazo de manzana asada que su cuidadora le pone ahora en los labios le sentó mejor, ese gusto suave y dulzón que hace sonreír al viejo sin dientes, sonrisa boba y feliz sin tejos e hipocresías que traben la sinceridad de su alma que le sale por la boca. Ellos hablan de pérdida de memoria, demencia, deterioro. El hombre, si sonríe, es porque este sabor le sabe a único, tan único que puede que este bocado de manzana sea el último de su vida. Por eso le sabe a tanto. No hay beso más largo que aquel que se dan dos enamorados al despedirse. Durará todo el tiempo en que vuelvan a encontrarse.

Hoy con tan sólo sentarse al caer de la ventana y mirar como las cataratas de sus años desvanecen los azules del día, ya va sobrado. Emplearse en otra cosa ya no es capaz. Ni para limpiarse el culo se vale.

Antes, de niño, para ver, abría sus ojos como platos. Hoy, ha de cerrarlos, mirar hacia adentro, si contemplar algo quiere. Es tiempo ahora de obligado recato, piedad de sí mismo, concentración aceptada y serena.

Carencias que ayer fueron impulso, proyecto, dinamismo y un sin parar de propósitos en marcha, hoy, esas mismas limitaciones le tienen secuestrado en este sillón de mimbre por el que se escurren sus huesos acartonados.

El hombre en la puerta de su casa, al abrigo del sol de la mañana, se pasa de las once hasta el mediodía oyendo el resoplido de sus pulmones broncos. Una manta de colores a cuadro le cubre las rodillas. La asistenta le esclafó la boina sobre su calva como el sacristán apaga las velas con su caperuza de latón al acabar la misa. El hombre no espera nada, salvo que una bella muchacha venga hoy a recoger el perfume que un día envuelto en un beso ardiente le dejara, asidero instintivo, clavo de fuego de supervivencia eterna.

Luego, la mujer que le cuida, cuando la raya del sol esté a punto de sobrepasar el altozano, volverá a salir a escena para exclamar sobresaltada:
El viejo se murió como un bendito, sin rechistar apenas. ¡Ay mi Dios, cómo olía a rosas este hombre!

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