jueves, 10 de agosto de 2017

Vírgenes de hierro en bicicleta




Guardaba aquel cerrajero artístico sus mejores obras en el sótano de un viejo inmueble destinado, tiempo atrás, a un gran almacén de ferretería que allá por el siglo pasado, tenía su abuelo, en la calle Los Maristas, muy cerca de un Colegio de paga para niños de papá. La única vez que este artífice forjador me invitó a ver sus esculturas de bronce, una colección de muchachas en bicicleta, vino a mi recuerdo la frase final con la que Montresor cierra el cuento de Allan Poe, El tonel de amontillado:
Contra la nueva mampostería volví alzar la antigua pila de huesos. Durante medio siglo, ningún mortal los ha perturbado.
Mi amigo, (le llamo amigo, como podría llamarlo enemigo, o mejor, ni llamarlo), cogiéndome del brazo, antes de iniciar el camino hacia donde su artístico interés, no sé porqué, me llevaba, me dijo ufano:
Ya verás, Blao, como jamás en tu vida habrás contemplado colección tan hermosamente labrada y fundida.
Me nombró por un nombre que no se correspondía con el mío. A mi se me dio lo mismo. Vivo ya más de nueve lustros conmigo, y puedo decir, con seguridad a no equivocarme, que aún no me conozco del todo, a pesar de los muchos seudónimos con los que firmo las caricaturas que me piden vecinos y parroquianos. Durante mis más de cincuenta tacos, tan sólo aquella mañana, me había encontrado con aquel loco de manos nudosas, pies patizambos y melena gris y desgreñada y ojos de telarañas. Salía yo precisamente del colegio de Los Maristas, donde impartía clases de dibujo a jóvenes que les importaba un comino si la Mona Lisa, humilde, altanera, depilada o sin su bigote en las cejas, lloraba, reía, o del mundo displicente pasaba.

Tal vez el artista herrero me confundiera con algún perista con quien quisiera contrastar o tasar el valor de sus creaciones. Más de una vez me han dicho que, por mi apariencia ilustradamente vulgar y anodina, me parezco a Erik el Belga con gafas ahumadas, o a cualquier otro ladrón de guante blanco capaz de llevarse del Campo de Marte la mismísima Torre Eiffel.

Desde El Paseo del Malecón, pasando por el Arco de Verónicas, llegamos a la calle del Plano san Francisco, muy cerca de la plaza Martínez Tornel. Alli nos detuvimos ante los bajos de un antiguo comercio que aún conservaba en el frontispicio de su fachada el rótulo con el apellido ilegible, a medio caer, de su antiguo dueño. Según me dijo el forjador de vírgenes en bicicleta, aquel viejo almacén, a lo largo de años inmemoriales de riadas y sequías, había pertenecido a su familia. Y aún más, -añadió dándose el pisto-, la estatua que preside la sartén del Malecón corresponde a un tal José María Muñoz, primo segundo de mi bisabuelo que quiso pasar a la historia costeándose él mismo en vida su propia estatua. Sin dejar ni un momento de llevarme amistosamente secuestrado con su largo brazo por encima de mis hombros acobardados y diminutos, llegamos por fin al rellano de lo que parecía un destartalado garaje.

Antes de acceder a la tenebrosa cámara donde este hombre tenía su arsenal de arte en hierro forjado, bajamos tres cuerpos de escalera de peligroso descenso, no sólo por la pendiente, sino por la oscuridad que cubría todo el ambiente ralo y con un olor nauseabundo a óxido. Inmerso en aquel mar de tinieblas, con mi mano derecha yo me guiaba palpando la pared. Noté como si los muros transpirasen vapor o rezumaran un pringue sonoro y húmedo. Se lo hice así saber al artista, cuyo nombre no cito, porque repito, a él, yo no le conocía de nada. Por encima de nosotros, has de saber, -me dijo-, corre el río Segura su remate hacia Guardamar. Las maderas crujían bajo mis pies, no sé si de alegría al no sentirse solas, o de espanto, al verse pisoteadas por el gran miedo que yo albergaba. Y de nuevo acudió a mi memoria aquel texto del escritor de los horrores por antonomasia, extraído de El Hundimiento de la casa Usher:
Era una noche impetuosa, pero espantosamente bella, de una rareza singular en su terror y en su belleza.
Menos mal que el artista me llevaba aún cogido como gato a su ratón preferido entre sus garras. Yo, solo, no me hubiese atrevido a llegar hasta la puerta estrecha y blindada con plancha doble de acero. Daba acceso aquella entrada a la nave donde yo me suponía que el repujador me mostraría sus obras de las que nada más verme al salir del colegio de los Maristas me comentó como su Colección hermosamente labrada en hierro de vírgenes en bicicleta en poses distintas. Tres ruidosas vueltas de llave hicieron falta para que el candado cediera bajo el impulso fuerte y nervioso de sus dedos de forjador curtido, al igual que Ronald Trump, por el fuego y la furia. Mientras me enseñaba orgulloso la llave, insistía: Dicen que nadie construye ni fabrica estatuas y esculturas para esconderlas en una bodega. Pues aquí me tienes, querido Blao, tan celoso soy de mis obras, que enclaustradas como amantes las tengo, protegidas con este cinturón de castidad frente a todo violador que intente arrebatármelas, -añadió dando una fuerte palmada contra la puerta de acero que resonó a gong tibetano por todo el hueco de la escalera. Antes que el eco del porrazo de su mano finalizara, me dijo:
Sabes que te aprecio más que la mejor cara de mujer que jamás haya labrado. Tanto es mi cariño que te retendría conmigo en caso de perder mis Vírgenes de Hierro.
Luego abrió la puerta. Aún faltaba un escalón para hacer pie en aquella lóbrega estancia donde ancladas en el pavimento, deberían estar sus vírgenes de hierro. El cerrajero me empujó hacia adentro. Cerró la puerta, y quedé allí encerrado. Yo ya no vi nada. Sólo cinco barras desenroscadas en el suelo. Alguien se habría llevado sus vírgenes, o tal vez la negrura de mis miedos me impediría verlas. Este escultor de metales pesados, además de celoso, hubiese sido un mal detective. Antes de introducirme en aquel antro, el ya suponía que había sido yo, el que le robara sus Vírgenes en bicicleta. por lo que a continuación me dijo:
Ahí dentro permanecerás como rehén, hasta que no aparezcan mis muñecas de hierro.
No me gustan las moralejas, pero yo tenía que vengarme de aquel artista avaricioso. Alcé la voz para que mis palabras atravesaran la puerta blindada y llegaran como cuchillos a su corazón de artista cicatero:
Érase una vez un ladrón al que le dieron la oportunidad de robar de entre dos viviendas sólo en una de ellas. La una estaba cerrada. La otra abierta. ¿En cuál de ellas entraría usted, viejo escultor cancerbero?
Sin dejar que, desde el otro lado, el celoso forjador de vírgenes me contestara, continué con mi razonamiento a grito pelado:
En la cerrada, imbécil. La otra, hasta el más tonto de los ladrones sabría que era una emboscada.

Nota: Y si algún lector estimado no entendió por qué, al principio de esta entrada, se aludió a una frase de El tonel de amontillado, sepa que ya va para cincuenta años los que llevo en este sótano encerrado.

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