viernes, 29 de septiembre de 2017

De la Cañada Real a Conde de Casal pasando por el Procés





Cielo encapotado. Amenaza tormenta. Una señora sube al 332, el interurbano que une Conde Casal con Rivas Vaciamadrid. Sabemos que esta mujer mayor, cargada con un carro de la compra vacío, coge el autobús en la Cañada Real, pero no sabemos a dónde se dirige. Tal vez ella tampoco. A decir verdad tanto le importa el norte como el sur. Pasa tanto de los puntos cardinales como de los puntos de la bolsa. Todos ellos apuntan al agujero negro de su indigente cosmología. Es apátrida por exclusión e imperativo hereditario, hija de un Dios desconocido. Sus cromosomas no presentan ningún brazo que la encasillen como ciudadana de otra nación que no sea la Tierra. Pasa de patrias y fronteras. Se le da lo mismo la estelada que la roja y gualda. No conoce por tanto a Rajoy ni a Puigdemont, ambos a la sazón, en el día en que se escribe este relato, son presidentes hostiles de sus respectivos territorios y dominios. Y si por casualidad, cosa probable, la mujer oyó alguna vez hablar de ellos, pasa también de sus majestades políticas. A ella sólo le importa que no llueva, (ya se sabe, por lo de las goteras), y así volver luego sana y salva a su chabola querida de cartones y de latas. Pues no hay lugar más opulento y grato que aquel en el que uno a sus anchas vive y disfruta. Aún siendo su aposento una pocilga, para ella no hay palacio más acogedor y confortable en el mundo.

La mujer en medio de una tardanza haragana y cutre, hurga en uno de los bolsillos de su bata descolorida. Empieza enmarañada y perezosa, como la mañana de este viernes de otoño, a pagarle al conductor poco a poco, cinco céntimos, uno tras otro, con la parsimonia de quien no quiere desprenderse de sus escasos haberes. El chófer del 332 se desespera. El tiempo apremia. El conductor replica:
No pretenderá usted pagar su billete a cuentagotas. 
La mujer se lleva las manos a las orejas, no para desoír la protesta del timonel del interurbano, sino para defenderse de los dardos acústicos de Nieve incandescente, lo peor del grupo anglosajón Strident, que a todo volumen retumba ahora dentro de la caja de resonancia del autobús. La pobreza no está reñida con el gusto musical. La canción además de histriónica, es de un dulzón repelente. La mujer, por supuesto, no utiliza estos adjetivos. Su riqueza verbal no le asiste; pero sí su agudeza sonora. Sólo se limita a decir: 
¡Maldita música de los cojones! 
El conductor contesta:
Señora, por favor, termine ya de pagarme de una vez que parece Pulgarcito repartiendo migas de pan por el estanque del Retiro. 
De unos de los asientos, un generoso (o tal vez impaciente) viajero se levanta, queriendo abonar a la mujer su billete. No querer uno aparentar lo que es, basta para que lo tomen por tal. Ésta se ofende:
 ¿Acaso me toma usted por una mendiga?  ¡Métase, usted señor, su dinero por donde le quepa!
A la mujer aún le quedan, para completar el pago, dos monedas de cinco céntimos. La música de los Stridents llega al paroxismo. La mujer tiene oídos de can-melómano. Del sobresalto decibélico se le caen las monedas. No hay Dios que las encuentre, desparramadas y perdidas por el suelo, entre las patas de los asientos y las pisadas de los viajeros. La mujer, tiene más de sesenta años, se agacha con dificultad. Los viajeros se impacientan. Por fin las encuentra. Son ya pasadas las ocho de la mañana. Muchos de ellos, de proseguir esta interrupción, llegarán tarde al trabajo. El conductor tiene una mano en el volante, la otra abierta como un indigente esperando el pan de las monedas de la mujer tardona. Más provechoso sería para todos que el conductor del 332 dejara subir gratis a la señora en lugar de recriminarla. Pero su responsabilidad se lo impide. Cualquier incidente privaría a la mujer de los derechos del seguro. Además, está el inspector, que en cualquier momento podría presentarse. Y al no cuadrar pasajeros y billetes, la bronca caería sobre el conductor. Y si antes la mujer rechazó el pago por parte de un viajero espontáneo y caritativo, lo mismo haría con el chófer del autobús por paternalista, lo mandaría a freír espárragos. Hay pobres, -piensa el viajero caritativo que sigue desde el primer asiento sin pestañear la escena -, que además de pobres son también orgullosos. El manejero del interurbano en momentos de indecisión, no se controla, pierde los nervios. Le increpa a la señora de malas formas: 
¡Venga ya, mujer del diablo, o termina usted de pagarme, o me cago en sus muertos! 
La mujer, con su calma habitual, del bolsillo lateral del carro de la compra saca una hoja en blanco. Alza la voz y también la mano con un boli apuntando ora al conductor, ora al techo del autobús cual un Tejero en el Congreso: 
Dos son los puntos de mi protesta que deberá usted hacer llegar como reclamación a sus jefes. Primero: Llevar la radio por encima del volumen permitido. No entro en la calidad de la música. Ello va en gustos. Perdonado queda. Y segundo: faltar al respeto a uno de sus viajeros, así como a sus ascendientes difuntos. 
En sus casi cuarenta años como empleado de la empresa municipal de transportes de Madrid el conductor no se ha visto en una igual. Es la primera vez que le exigen el libro de reclamaciones. Se queda perplejo. Pero al instante se acuerda que él también dispone de un talonario de denuncias. Los viajeros mientras tanto no saben si gozar del divertido sainete a tiempo real, o cabrearse por la rémora de su viaje. Optan como humanos, súbditos estúpidos de su moral puritana, por lo segundo. El conductor suelta la mano del volante y se la lleva a la sien como diciendo esta mujer está loca. Con la otra, después de deshacerse de mala manera de las monedas que la mujer le ha entregado, abre el talonario amarillo de las denuncias y se pone a escribir, no sin antes atusarse el bigote con gesto de escritor prepotente, el siguiente parte: 
29/09/2017. 8:15. Señora interrumpe el horario del autobús. Intenta a pagar con monedas de cinco céntimos, retrasando así el trayecto del interurbano 332. Contraviene la normativa de la empresa según cual los viajeros deberán llevar el importe del billete lo más ajustado al cambio.
El conductor quiere involucrar a los viajeros en su determinación. Se levanta de su asiento, se vuelve hacia los viajeros y los arenga solicitando su respaldo. Y cual si su denuncia fuese la misma constitución del 78 o la ley Fundacional de la República y de Transitoriedad, con tono inquisitorial y académico la deletrea a la concurrencia punto por punto. Los viajeros, como si se tratara de una asamblea de fábrica, discuten el dictamen del mandamás del autobús. Unos, (aquellos que quieren llegar lo más pronto a la plaza de Conde de Casal y seguir rumbo a su destino), están hartos de tanta participación viaria, urgen al conductor que se ponga al volante y se deje de mandangas. A otros les divierte el incidente, y se entretienen en la discusión como parlamentarios a quienes se le paga más por contravenir que por resolver. Unos y otros, cual en el duelo a garrotazos de  Goya  se enzarzan dialécticamente. Mientras, el autobús permanece parado, sin arrancar todavía. La mujer, como si nada, sigue ajena y de cerca la polémica. En un descuido, alarga el brazo y le arrebata de un zarpazo la denuncia al conductor, la rompe en mil pedazos y se los tira al chófer en la cara: 
¿Ves lo que hago yo con tus papeles? Y a vosotros, mamones viajeros, que os den, a unos por lameculos y a otros por chaqueteros y hormigas. 
Antes que todos se den cuenta, la mujer baja del autobús, le pega una gran patada a la puerta hasta boyarla. El conductor al escuchar el estruendo, concluye el debate diciendo: 
Muerto el perro se acabó la rabia.


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