sábado, 25 de noviembre de 2017

Los hombres también lloran






Hombres como varas llorábamos a lágrima viva. Nuestras mujeres en cambio, enteras como templos, afrontaban el momento con entereza, casi con hidalguía. Cuando la ternura la ejerce un hombre solemos decir: el pobre es tan frágil, su ánimo tan delicado, tan enfermizo es su carácter...

Los hombres fuimos muy débiles, perdimos la vergüenza. No pudiste contener tus suspiros, mentir y tragarte tus lágrimas, como deberían los hombres hechos y derechos. Desobedeciste el tradicional mandato: nene, los hombres no lloran. Sólo a las mujeres se les permite gemir cuando aman; a los hombres, si acaso, tan sólo jadear, que es de bragados el hacerlo; pero llorar, nunca.

En aquella celebración entre amigos, te perdió el recuerdo. Fue tal el menú servido en aquella cena, que el combinado de ingredientes tan explosivos, (solidaridad, nostalgia, la lucha, la clandestinidad, el sentirnos vivos y hermanados), hizo que hombres como picas nos meáramos por la pata abajo. Mientras, las mujeres... ¡ellas sí supieron estar a la altura! ¡Ellas han llorado ya tanto, que reservan sus lágrimas para momentos en los que las penas merecen realmente la pena...!

Tan fuerte fue la punzada de tu sentir, que para aliviar el escozor, te viste obligado a servirte un poco más del ungüento tranquilizador de la bebida. Tuviste que salir por la puerta de atrás para que no se te notara tu tibio andar enamorado, la palabra sincera de los requiebros apasionados, el gesto desinhibido de abrazos indiscriminados, besos repartidos a granel, ojos jugosos, bañados de bondades inocentes, deseos alcanzados, manos palpando sueños, bocas cantando salmos, labios babeando agradecidos la satisfacción placentera de una amistad inexpugnable contra las ideas más opuestas, leal ante las ingratitudes, tolerante con la heterodoxia, siempre allegada y nunca enjuiciadora.

Gracias a tu dulce embriaguez, pudiste disfrutar de los efectos balsámicos que la desatada ternura de las lágrimas regala a los hombre de vez en cuando. La miel gangosa de tu confuso y claro hablar, la transparencia de tus danzantes ojos, tu blandura emocional, tu dolor nostálgico, irremediable declinar, tu decir instintivo, la espontaneidad de tu inteligencia desencadenada. Nada por sublime o nefando que en sí pudiera pensarse o hacerse aquella noche, resistió tu manera ridícula y libre de comportarte.

En el mundo de las emociones los hombres somos más vulnerables que las mujeres. Ante cualquier revés, si desaparecen las barreras que bloquean nuestra hombría amurallada, nos achicharramos como mosquitos contra la pantalla de un reflector. Nos derretimos como magdalenas en un vaso de leche, nos deshacemos al más mínimo calentor humano. Por educación hipócrita somos dados a mirar para otro lado. Cuando por delante nuestro pasa la brisa de un beso, el aroma de una flor, el canto de un pájaro, el murmullo del agua ante los arañazos de unos espinos en su correr amoroso, la pasión de un atardecer..., los hombres nos mentimos a nosotros mismos. ¡Qué dulce es sentir el resbalar del llanto por la molicie cremosa de nuestras mejillas encendidas y, a la vez, apagadas por nuestra juventud en retirada!

Aquella noche, no lloraste  por la amistad vieja, ni por la trascendencia de tu hacer añejo, ni por las anécdotas sentidas, ni por los años perdidos. Al ver en tu casa, allí a los amigos, trenzando el rico tapiz de melancolías al trasluz de la noche cálida, no lloraste por nada, ni por nadie.  Me atrevo a decir que lloraste por tí. Cuando los hombres, en el cenit culinario de nuestro ágape, vemos la carne crecer de nuestros hijos, rompemos a llorar. Yo no sé si tu llanto era de tristeza o de alegría. Contradictoria metafísica la del llanto. Una herida honda y saludable: nuestros hijos, tu vigor varonil arrebatado.

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